Cuando no soportas tu propia compañía, cuando la soledad se convierte en tu mayor martirio, cuando el peso de tu conciencia es insoportable, cuando estar sola contigo misma es la mayor mortificación que se pueda ejercer sobre tu alma perdida, cuando es insoportable la tortura y suplicio de tu propias emociones, cuando el castigo es una solicitada penitencia que alivie tu esencia erróneamente consolada..., hablamos de una película argentina de profundos e hirientes sentimientos, que se desliza con suavidad y pausa controlada y que logra cautivar al espectador suave y metódicamente. Con una excelente y motivada Ariadna Gil como exclusiva protagonista, su seguimiento supone un ejercicio de póker, una carrera de obstáculos por descifrar su insoportable y eterna angustia, su horrendo pecado mortal cuya pena parece no tener fin; con unos secundarios en exceso desaprovechados -especialmente un Leonardo Sbaraglia que podía haber dado más juego- no es demasiado complicado adivinar el papel de cada uno en dicha afligida contrareloj. Maldita por la vida, recorre sus pasos a la espera de la bala que lleva su nombre, justicia poética y elegante, concluyente veredicto de un olvidadizo Dios que no ha hecho bien su trabajo, ecuánime sanción deseada más que la propia muerte. En un poco torpe en su exhibición, un innecesario dramatismo en superávit recorre toda la cinta creando un clima apagado y demasiado doliente. Logra mantener al espectador parcialmente en tensión, a la espera de un desenlace no sorpresivo pero cautivante y de honda abstracción, cavilación final que compensa cualquier desapego momentáneo sentido durante su recorrido. Un aprobado correcto y digno gracias al estilo de la narración, a la fatídica y siniestra estética desarrollada y a la fuerza interpretativa de nuestra afligida protagonista; un punto menor para el esperado e imaginable guión y su poco rebuscado desenlace. Previsible pero gustosa, comedida y sentida.