La eutanasia como telón de fondo, aunque sin entrar en ningún debate social que promueva el conflicto, de una historia sencilla y amena, ligera y cordial con la dosis justa de drama y dulzor -sin excesos lacrimógenos o empalagosos- para resultar agradable y comedida, apetecible y resultona; juega a moverse en diferentes ámbitos, a jugar con el despertar de una conciencia ciega, la indeseosa y repentina moralidad desvelada, terrenos que atraviesa con suavidad y sin ensuciarse en demasía, quedando patente su ánimo de gustar a todos evitando cualquier polémica innecesaria. El mayor mérito es la elección de la actriz protagonista, Valeria Golino, una imagen fresca y jovial, atractiva y seductora que choca con el perfil que presenta, con el trabajo que desempeña; encontronazo clave e ideal que te permite vivir su día a día con un interés y entusiasmo, aunque relajante, también estimulante y motivador. Apenas despierta interés o preguntas introspectivas sobre la muerte asistida, el derecho de decidir cuándo y cómo abandonar este mundo o la elección voluntaria del suicidio; camina demasiado de puntillas, sin involucrarse ni implicar al espectador en un posible sugestivo debate que le haga reflexionar o pensar más allá de la cara externa de lo expuesto. Ello conlleva una visión ligera pero gustosa, entretenida y provechosa que resulta cómoda y asequible, donde el acierto de la novel directora en su delicadeza y fina pulcritud del amanecer de un raciocinio opaco y confuso es un hecho evidente recogido por el público asistente.