Ese es el gran arte, la gran belleza, el espíritu infranqueable del cine japonés; emociones intensas y profundas, sentimientos inmensos y eternos, el dolor más insoportable del mundo contenido y almacenado en un cuerpo reprimido y encarcelado expresado con un refinamiento soberbio e inquietante, peligrosa educación exquisita de formas y maneras que asombra, hipnotiza y cabrea. La pérdida no-física de un hijo, la llegada y el recibimiento emocional de un nuevo miembro, un corsé afectivo que eclosiona y explota en todas direcciones, salida necesaria de un hermoso y deslumbrante arco-iris al que la inagotable y feroz tormenta se niega a dar paso, angustiosa y necesaria conformidad-paz-bondad-generosidad de una forma de vida que muerte por sí misma, bienvenida respiración que abre los pulmones y sonríe al corazón. Personajes queridos e íntimamente afectuosos para una respetada y serena dirección, impecable narración de dos opuestas familias unidas de azarosa manera que deben conformar una forzosa unión que el destino se niega a aliviar; maravilloso y cálido relato de un tremendo, horrible error que despojado de su maldad inicial florece cual preciosa rosa en primavera, nacimiento de una nueva vida inesperada. Sólo hay que regarla, mimarla, cuidarla y disfrutar de su asombrosa vista y de su duradero recuerdo el tiempo que lo permita nuestra sensible alma y valeroso corazón, espíritu disponible que acepta gustoso la ternura y emoción, que sufre y llora por una felicidad truncada, implantación de una insoportable desgracia que debe ser afrontada y eliminada. La quietud sensitiva, el sosiego y la calma perceptible tras su visionado es garantía de éxito; el difícil proceso de aprender a querer y no tener miedo de expresar lo sentido, largo y arduo camino a empezar a recorrer.