Sergio Dalma cantaba "yo no te pido la luna...,", aquí, el carismático director-guionista-actor-músico, nos ofrece la impresionante luz cegadora de su magia.
Entrega anual, del contrato auto impuesto por él a si mismo, de obligado cumplimiento esmerado donde, se abre el telón, y aparece ese negro característico de fondo con sus letras blancas de tono austero y recatado para identificar a todos los participantes de su último trabajo esperado con ansia hasta que, tras el simple y casi imperceptible "dirigido y escrito por Woody Allen" surge la fascinante luz y el revelador e impactante color de la hermosa fotografía cálida, encantadora y sobrecogedora de la Francia de 1928 y la adorable envolvente música celestial que caracteriza una época dorada, de dulce insinuación, donde el jazz era el rey de compañía sublime en toda velada que se preciara y, sin duda alguna, estos dos magistrales elementos de atracción bella, subjetiva e irresistible seducción son su mayor alimento y sustento, en esta ocasión, para su característico guión siempre lleno de perlas sabias de punta afilada y lanzamiento descarado y feroz cuyos disparos son efectuados con rapidez acelerada y veloz que impiden perder un segundo de tu concentración para digerir la inteligente acritud marcada porque, en tal caso, te pierdes la exquisitez que le sigue a continuación aunque, sin duda, para este sutil y delicado romance ofrecido de resolución tenue fácilmente adivinada al vuelo, no se puede decir que se haya marcado su mayor y mejor trabajo perspicaz, mordaz e irónico de fechoría intelectual y dialéctica sabrosa por muchas citas de Nietzsche que aproveche y recite, por mucho debate razón lógica-mística espiritualidad que intente sugerir y por mucho lema de cosecha propia que establezca como, el popular uso extendido y consabido, de base razonable o no, de que la ignorancia hace la felicidad -la felicidad de los ignorantes, si se prefiere-, donde más de un ilustrado pondría el grito en el cielo si no fuera por la gracia, coqueteo, ritmo y encanto indemne e inofensivo, en principio pues es letal en su perenne recuerdo asentado, con las que suelta sus gotas de sabiduría de origen experimentado en bodega propia.
Un Colin Firth majestuoso y elegante como estandarte del personaje protagonista que surge de sus más íntimas entrañas y de las cuales el mismo se retiró de interpretar, como era su costumbre, rodeado de un excelente equipo de ambiente risueño, jovial, fresco y de gran agilidad y ligereza como suele ser marca en su ya impronta huella registrada en el souvenir de sus fieles fans devotos, con el manejo de un guión que da vueltas y virajes mareantes intentado crear una emoción, locura y tensión de efecto evaporado, de clímax adivinable, digerible con celeridad y perdonable por su no tan altiva sagacidad peculiar pues es su efecto sabroso y enamoradizo de sensaciones cálidas y adorables las que te envuelven, hipnotizan y permiten adormecer a un intelecto firme en su demanda autoritaria de riqueza dialogante -suele ser su práctica, aquí no tan lograda-, en sus habituales argumentos llenos de sentencias compartidas como bombas lanzadas sin miramiento ni consideración y monólogos recibidos como misiles de corto alcance y herida profunda que, en esta ocasión, se deja llevar por el espíritu de romance cocido con torpeza e incredulidad repentina, venidero con facilidad, pero que no por ello deja de fascinar y alegrar en general.
Un leve pero sarcástico apasionamiento de triunfo del amor sinrazón, base o sensatez y que fragua toda pelea intelectual entre razonamiento deducible-trascendencia intuida, entre amigos de cara-enemigos de celo oculto que es relagado a segundo plano ante la evidencia reveladora de una tia "Yoda" que, muestra con suavidad de experta veterana, el camino a la felicidad suprema de mito idealizado sin sentido, cautela e incontrolable en sus efectos dañinos, de peligro siempre constante pero, de abrazo intenso y deseoso con ambos brazos abiertos para con su ansiosa recepción, por todos perseguida, querida aunque sólo para algunos alcanzada, el portentoso e imbatible Hércules herido en su más débil y expuesto talón de Aquiles, caída de la fanfarronería y ego más delicioso de un juego detectivesco no muy logrado hasta los umbrales de la risa tonta, los pájaros en la cabeza, hormigas en el estómago y la inquietud de un beso nunca esperado, el Benedicto de "Mucho ruido y pocas nueces" sin tanta tragedia efervescente pero si mucho calor en ebullición, esa flecha estupefacta de AMOR lanzada por un cupido traicionero que ya aplastó y maravilló a un esplendido Gary Grant en "Historias de Filadelfia".
Fiel a si mismo en su brevedad, deducción axiomática, en su completa consistencia, en una coherencia que se pierde por los agujeros secretos y misteriosos del cajón de la mesilla y, una marcada personalidad de este neoyorquino de cuerpo frágil y voz incisiva que, aún conserva su talento atropellado y acento agudo aunque, para la presente, bastante edulcorado por el perseguido final feliz del cuento narrado; embaucadora y tramposa aunque deliciosa, no tan pragmática y reflexiva como se esperaba pero deslumbrante para el corazón, delirante y atractiva para la vista y pura armonía de goce para unos oídos ensimismados por la ardiente banda sonora de esta alma tierna que esconde todo un algodón de azúcar tras su fortín de mirada escéptica que, sin vacilación ni escape, cae a los obligados pies de la magia hechizadora de la luz de la luna.