Si a estas alturas decides adaptar un Lorca, tienes que saltar al vacío. Sin mirar, sin red. Y luego abrir los ojos y comprobar si te aplauden o abuchean la pirueta. No hay medias tintas. A la manera torera, puerta grande o muerte.
Eso hace Paula Ortiz en “La Novia”. Saltar y montar “Bodas de Sangre”, ortodoxa respecto al texto del poeta, pero heterodoxa en el imaginario de paisajes y figuras. Filmada con un lirismo arrebatado, deudor de la poesía del maestro, Los Monegros y La Capadocia sirven de set yermo, terroso, en ruinas, para este drama genital, devorado de pasión, negro, brujo, atávico, y exhibido adrede como atemporal, como son los instintos básicos del ser humano.
Pero es nuevo a los ojos, y a los oídos. Cantes que van de "La Tarara" al “Take this Waltz” de Leonard Coen, embrocan ideales con una puesta en escena alambicada de recursos fílmicos, puestos al servicio de contar otra vez lo de siempre de modo pasmoso. Y moderno, dentro del machismo que se pueda presumir intrínseco a la obra lorquiana. Una película de mujeres, con mujeres de rompe y rasga. Y de hombres, intencionadamente arquetipos, que no van más allá de ser desencadenantes de todo lo que ellas hacen y les pasa.
Y está, además, en cierto modo, un gusto por el preciosismo casi de filme oriental (no en vano parte del soundtrack es del japones Shigeru Umebayashi). Y, claro, interpretaciones sobrecogedoras, como las que nos obsequian Inma Cuesta y Luisa Gavasa de los dos personajes a los que la película se entrega: la novia y la madre.
Definitivamente, Paula Ortiz saltó al vacío y cayó de pie. Y ahora solo escucha aplausos.