No saca partido ni provecho del medio de la semana.
“Los miércoles no existen”, tampoco la primera hora de esta película que no logra despertar emoción, entusiasmo o interés por saber de sus personajes, de hecho es mayor la curiosidad por la pareja de músicos y su pose estática y surrealista, que por cada uno de los desiguales componentes del relato.
Jugando con la alternancia del tiempo, sólo el miércoles permanece estable, ese neutro día de la semana donde todo está permitido, donde todo puede ocurrir sin consecuencias y pasar, al día siguiente, al olvido, sin rastro ni huella excepto la que queda en esa testaruda memoria que recuerda y valora, con mayor aprecio e intensidad, ese supuesto olvidado día que a todos sus hermanos de fila de la semana que comparten.
Y entonces sale a la luz ese fatídico y maravilloso accidente, inoportuno choque que todo lo altera y varía de rumbo, se hace visible, toma forma y se ha de afrontar lo que esa nueva incorporación trae; parejas que se unen, otras que se rompen, las que se engañan y traicionan, las que se sinceran y lo lamentan, las que nunca cuenta nada y se accionan a golpes de efecto acostumbrado, las que se cruzan pero no calan, las que se incorporan sorpresivamente..., un mundo de idas y vueltas, de novedades y descubrimientos movido por el ansia y esperanza de hallar el glorificado amor y la, dicen, corroborada felicidad que le acompaña, esa dicha bendita de quien se quiere pues “ha grabado sus iniciales en el retiro” y eso es sello indiscutible de garantía fija.
“Ser buena persona está sobrevalorado”, como también lo está la fuerza, disfrute y capacidad de entretenimiento de esta cinta, distracción que sobreviene los últimos 40 minutos donde adquiere mayor validez y rango, pero la fórmula de los saltos temporales para que sea el espectador, dentro de su trabajada paciencia, el que una las piezas y recomponga la linealidad de la historia como que no atrae, ni seduce ni funciona del todo; de facto, llegas a tener tal popurrí en la cabeza que ya no sabes quién fue primero, segundo o último, que si el huevo o la gallina pues poco importa, a esas alturas sólo quieres la tortilla hecha, consumirla y pasar página.
Porque al final logras, por fín, reírte y pasar un micro espacio de tiempo ameno y divertido gracias al buen hacer del único dueto de amigos que vale la pena, el desparpajo de Gorka Otxoa y la extravagancia y humor de William Miller y su fanfarrona postura y baile para burlarse de si mismo; porque es ahí, en su trasero tramo, donde coge algo de tonalidad y encanto que sirven para alegrar y atenuar pero ¡cuidado!, ¡tampoco es la panacea!, pues no es suficiente para cubrir la deficiente carga ofrecida hasta entonces, donde por mucho que se “apague y reinicié el ordenador”, la comunicación entre el espectador y lo narrado es vacía, pobre y desabrida en exceso.
“Si las mujeres son cotillas y los hombres son básicos” esta “dramedia” obra, con números musicales, cuya curiosidad se tambalea constantemente, la firma Peris Romano a partir de su exitosa obra de teatro y donde se comparten parte de sus actores, líos, confusiones, desventuras y hallazgos con tintes de drama perpetuo, melancolía inconexa de disposición cuadrática que parece no conformar nunca, con gustada apetencia, el buscado puzzle, más una accesoria, y poco efectiva, música de fondo como testigo presencial de los avatares de sus componentes por construir algo, tropezar sin quererlo o, simplemente destruirlo.
No acaba de explosionar su pretendida simpatía, no fluye con motivador aliciente su vertida frescura, sus diálogos no hacen mecha ni provocan la querencia de la audiencia, arriesgada invención que no queda tatuada en el alma ni perdura en el corazón, se ha de esperar bastante para gozar de esos breves momentos de acidez y gracia que, sin duda, son geniales y soberbios, pero no ocultan ni compensan la falta de interés y atención sentida hasta entonces.
Evoluciona a más, a mejor pero la aparición del cómico truhán, perdido y expuesto a la sinceridad dañina, que anima tu contento y alegría es un porcentaje ínfimo con lo previo padecido, el cómputo final no es la gloria vendida pues su efecto no es penetrante ni incisivo, el puente dialogante entre locutor recitador y oyente, que con ilusión escucha, no es estable, se construye y afianza únicamente de contadas escenas.
Decisiones inocentes que cambian la vida, efecto dominó presentado de manera azarosa y aleatoria, seis vidas de desorden emocional decoradas por un dúo musical que interrumpe su escenografía y resta valor a su sublime exposición, unos duetos funcionan con más arte y perspicacia que otros pero, en conjunto, no convence, no se estima, no provoca la aparición de sentimientos parejos, no deja huella.
Sus cinco años de triunfo y aplauso en las tablas del teatro no se han sabido trasladar, con acierto y don al celuloide, su paso por la gran pantalla no despierta gran simpatia, sólo moderado aprecio.
Anecdotario que ni recuerda al espíritu de “Al otro lado de la cama” ni estimula como se esperaba, sus pretendidos seis grados de separación no conectan ni enlazan contigo.