El pisito
por Xavi Sánchez PonsLa ciudad de Nueva York, más que un personaje, es un género cinematográfico en sí mismo. Y las películas que describen la vida, el día a día, de los habitantes de la Gran Manzana otro. Más allá de los ejemplos obvios de Woody Allen y Martin Scorsese, son multitud los directores y filmes que tienen a Nueva York y a sus gentes en el punto de mira. Ático sin ascensor, que parte de una novela original de Jill Ciment, es uno de los últimos intentos de radiografiar los quehaceres de los new yorkers, y la verdad es que, a pesar de sus buenas intenciones, no acaba de funcionar.
La cinta de Richard Loncraine, planteada como un drama amable con toques de comedia, contempla la ciudad desde el punto de vista de una pareja de ancianos, unos estupendos Morgan Freeman y Diane Keaton, un matrimonio que inicia la odisea de vender el piso en el que han vivido cuarenta años, y de paso buscar un nuevo hogar. El filme ofrece pinceladas interesantes sobre el mundo inmobiliario neoyorquino – se habla de la gentrificación de ciertas zonas, la existencia de una nueva burbuja inmobiliaria-, una subtrama acertada –un supuesto terrorista a la fuga en Brooklyn- que muestra la neurosis que sufre el Nueva York post-11S, y refleja la extraña fauna que pulula por sus calles con cierta gracia, sin llegar a la sátira. Ahora bien, el problema de la nueva película del director de Ricardo III radica en que esos ítems de interés quedan sepultados por: a) el tono blanco de la historia, estamos ante una feel-good movie sin nervio y mala leche, b) el sentimentalismo con el que es reflejada la historia de amor de Freeman y Keaton –los flashbacks que recuerdan su vida son puro algodón de azúcar-, él un pintor de escaso éxito, ella una profesora jubilada, y c) la artesana realización de Loncraine, que si bien no se parece a la de un telefilm, sí que es plana y de postal –esas estampas del matrimonio protagonista sentado en un banco con el puente de Brooklyn al fondo, ¿les suena?-.
Al final, lo más loable de Ático sin ascensor es su intento respetuoso de mostrar el día a día de una pareja de la tercera edad, y eso a veces lo consigue. Los problemas que tiene Morgan Freeman al subir las escaleras de su bloque de pisos –uno de los motivos por los que pretenden mudarse, encontrar un hogar con ascensor-, la preocupación de Diane Keaton por su perro enfermo, o la sensación del matrimonio de pertenecer a otra época al observar la locura actual que domina Nueva York.
A favor: la química entre Morgan Freeman y Diane Keaton
En contra: los flashbacks ñoños que repasan la vida de la pareja protagonista