Dos son multitud
por Carlos LosillaA medida que avanza, Matterhorn se revela una película en cuyo interior habitan muchas otras. Eso no es un defecto, o no tendría por qué serlo. A veces, sin embargo, los críticos lo interpretamos como tal, pues aún buscamos la unidad, la armonía, la perfección estructural. Y quizá eso ya no exista, sobre todo en el cine actual, tan dado a cambios de tono y de registro. Siguiendo con Matterhorn, el primer largo de ficción del holandés Diederik Ebbinge, hay dos cosas que muchos no le perdonarán: una es que empiece como un miniatura estilizada y termine como un melodrama desaforado; y otra es que explique muchas más cosas de las que, supuestamente, debería explicar. Así, volviendo al principio, esas películas que están dentro de la película no solo actúan como vías de escape de un estilo que prometía ser austero, sino también como desarrollo de una trama que procuraba ser minimalista. No importa, sin embargo: Ebbinge ha realizado un film desbordante en su impasibilidad e imperturbable en su exceso.
Fred vive en un pequeño pueblo dominado por la moral y la religiosidad más estrictas, entregado a una vida monótona y aburrida cuyo máximo sueño es volver al Matterhorn, la montaña donde pasó su luna de miel. Un día encuentra a un tipo hermético, silencioso, que apenas sabe cómo comportarse y que no parece conocer ni las más mínimas reglas de convivencia. Fred lo acoge, se encariña con él, palía su soledad con su compañía. Pero también se gana la animadversión de sus vecinos, convencidos, a través de algún que otro equívoco, de que están ante una relación homosexual. La clave aquí era la siguiente: ¿cuál es el pasado de ambos personajes? ¿Por qué Fred se lamenta continuamente de la ausencia de su mujer y de su hijo, inmortalizados en varios retratos que adornan su casa? ¿Tiene pasado el personaje misterioso o es un simple vagabundo, un discapacitado mental que ha ido a parar al pueblo por casualidad? Los puristas hubieran deseado que eso no se supiera jamás, que quedara en la bruma del misterio. Otros no perdonarán a la película que termine dando datos que quizá se hubiera podido ahorrar. Matterhorn no quiere ser hermética, y tampoco expansiva. Ahí está su problema principal, en una indefinición que no hay que achacar al modo en que va evolucionando, sino a la manera en que filma esa evolución. Quiero decir que la película no pierde puntos por dar pocas o muchas explicaciones, por caer en la comedia melodramática más convencional, sino por mostrarse un tanto blandengue a la hora de dar forma a esas decisiones. Hubiera necesitado, en fin, más firmeza.
Y eso que la tiene en determinadas cosas. El estilo se decanta por el antinaturalismo desde un principio: decorados-cliché (la imaginería doméstica protestante, las casas-pastel de la burguesía), música de Bach a modo de contrapunto irónico, elipsis bien moldeadas… Y una cierta visión bizarra le hace alcanzar sus cimas más altas, sus momentos más memorables: la conversión de Fred y su amigo en pareja cómica para fiestas de cumpleaños, el travestismo inopinado del segundo… En concreto, las escenas de la fiesta de aniversario de la niña y de la boda (y no digo más) se encuentran entre las más cómicas, patéticas y transgresoras que he tenido ocasión de ver últimamente. Es cierto, como decíamos, que eso hace aguas en una narración que quiere ser variopinta y se hace un lío, que empieza como una película de Bent Hammer y termina como una de Fassbinder, pero también lo es que su capacidad para el sarcasmo y su inventiva formal la convierten en una propuesta agradable, divertida, socarrona. Habrá que seguirle la pista a Ebbinge.
A favor: una gran capacidad para el detalle surrealista y el absurdo, potenciados por dos actores excelentes.
En contra: que todo eso se quiera encarrilar, en determinados momentos, en una historia quizá demasiado compleja.