El superhéroe que nos merecemos
por Carlos LosillaParece que las películas de superhéroes solo puedan adquirir una cierta dignidad cuando presentan a su protagonista de manera solemne, sufrida: alguien que lo puede todo pero que en el fondo vive atormentado por esa misma omnipotencia. A los críticos nos gustan las historias en las que Batman muestra su lado oscuro, o en las que Superman se revela incluso más siniestro que sus enemigos. En este sentido, Superlópez empieza con un comentario sarcástico sobre este tópico, pues su escena de apertura remeda a la del primer Superman, filmado a finales de los 70 por Richard Donner, y viene a decirnos que en aquellos orígenes ya estaba todo: el héroe desubicado, condenado a la soledad, lejos de su casa y de su familia. Javier Ruiz Caldera, sin embargo, añade algo más. Superlópez, el hermano español de Superman, que sufrió su mismo destino, lo pasó aún peor, pues no fue a parar a Nueva York pasando por la América rural, sino que no tuvo otro remedio que recalar en Barcelona después de haberse criado en su periferia. Esta película es la historia de un superhéroe que no es desgraciado por verse obligado a cumplir con su deber, sino porque la miseria moral e intelectual del país en el que vive ni siquiera le permite pensar en eso.
Este planteamiento permite a Ruiz Caldera conectar, a su vez, con la comedia sainetesca y esperpéntica española, a la que propina un violento revolcón. No estamos en el territorio que inauguró Alex de la Iglesia con Acción mutante, ni tampoco en el que frecuentan Miguel Llansó o Velasco Broca, pero sí más cerca de estos últimos que del primero. Superlópez recurre a un cierto surrealismo cutre que le permite observar con socarronería tanto las relaciones del héroe con su entorno más próximo como su enfrentamiento con las fuerzas del mal que intentan sojuzgar su planeta de origen y eliminarlo a él. Y el cómic original de Jan se convierte así en un poderoso punto de partida para el desarrollo de una acción que da tanta importancia a las escenas familiares como a los momentos más espectaculares, filmados unas y otros con la misma intensidad. El hecho de que las relaciones del personaje con sus padres o su novia vengan expuestas en un tono de extremada vulgaridad, acudiendo a menudo al chiste fácil o el gag de trazo grueso, no hace más que subrayar las maliciosas intenciones de Ruiz Caldera: quizá la única manera de representar determinados aspectos de este país sea a partir de la chanza y el despropósito.
En Tres bodas de más, por ahora la mejor película de Ruiz Caldera, esta estrategia se veía enriquecida con un estilo provocativamente sofisticado, constantemente atravesado por ráfagas de intencionado mal gusto que terminaban construyendo una peculiarísima puesta en escena. Superlópez, lamentablemente, intenta recurrir a la misma combinación, pero los puntos de sutura entre un registro y otro terminan siendo demasiado visibles, el paso de la comedia satírica a la parodia se produce de manera mucho más fatigosa. La interpretación de Dani Rovira, por ejemplo, que remite a ciertos tonos pop cercanos al absurdo, debe enfrentarse a la pretendida autoparodia que realiza Maribel Verdú en el papel de la villana, por desgracia sin ser capaz de desprenderse de una molesta solemnidad que no la abandona ni un solo instante. Y ello provoca que las escenas más espectaculares, dominadas por su presencia, carezcan del ambiguo atractivo que caracteriza a los diálogos entre Superlópez, sus padres y su novia, por mucho que Alexandra Jiménez intente competir aplicadamente en histrionismo con Verdú. A pesar de todo ello, sin embargo, Superlópez no deja de ser una película extraña, agresiva, en ocasiones violentamente negra, que constituye a la vez el retrato inclemente de un país y de su relación con otras culturas, trance en el que siempre acabamos luciendo un vergonzante complejo de inferioridad.