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    Gorrión rojo
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    Entretenida
    Gorrión rojo

    Cómo nacionalizar a la femme fatale

    por Alberto Corona

    De primeras, resulta chocante relacionar el fenómeno de Los Juegos del Hambre con una propuesta como la que ofrece Gorrión rojo, cuya promoción ha querido hacer hincapié en una crudeza y un erotismo trash como pocas veces han asaltado en los últimos años el cine comercial, Cincuenta sombras de Grey aparte. Sorprende algo menos si reparamos en que todo vuelve a proceder de un best-seller, éste publicado por Jason Matthews en 2013 aprovechando su experiencia como agente de la CIA — y además contando con dos continuaciones—, pero sigue siendo extraño. Nada menos que Fox ha financiado este invento, y nada menos que una celebridad del estatus de Jennifer Lawrence ha tenido que hacer ya varias declaraciones en torno a lo subido de tono de ciertas escenas. Pero si algo choca en Gorrión rojo, de verdad, es su ritmo narrativo. Meditabundo, ensimismado. Regodeándose en la importancia de lo que cuenta, y en su tragedia. Y así durante dos horas y veinte minutos.

    Francis Lawrence, director de las tres últimas entregas basadas en la saga de Suzanne Collins, ha vuelto a unirse a Jennifer Lawrence para firmar un filme que sobre el papel podría parecer problemático, pero que en su puesta en escena ha resultado serlo aún más. La actriz protagonista interpreta a Domenika Egórova, una bailarina rusa de impecable trayectoria que, tras un desgraciado accidente, ha de vender su cuerpo a la patria y convertirse en una de los Gorriones, agentes entrenados para conseguir lo que quieren de sus enemigos en base a la seducción y, si se tercia, el sexo. Algo que se nos cuenta durante una primera media hora asediada por la brusquedad y esos momentos supuestamente eróticos que se han encargado de volver a erigir al morbo como gran estrategia publicitaria, pero la sorpresa no dura mucho. En cuanto aparece Joel Edgerton en escena —interpretando a un personaje que parece totalmente incapaz de ponerse cachondo por algo—, el ritmo baja las revoluciones, y Gorrión rojo se convierte en una película que sigue desafiando los cánones del mainstream, aunque lo haga desde el ángulo menos lúdico.

    Quienes se esperaban una suerte de regreso espiritual al thriller erótico de los noventa, en ese sentido, se llevarán un chasco. La película mantiene férreamente a raya cualquier rastro de melodrama, comprometida al 100% con esa atmósfera fría que emana de la Rusia de Putin —porque sí, Gorrión rojo se ambienta en la actualidad, aunque sólo lo sepamos porque de vez en cuando alguien saca un smartphone—, y en ningún momento pretende resultar sexy. Algo coherente ya que, a fin de cuentas, el filme plantea un escenario en el que las femme fatale del cine negro han sido absorbidas por la maquinaria del Estado y formado un cuerpo de élite, pero que no deja de devenir un paso atrás si pensamos en la reciente Atómica. Otro thriller de espionaje en el que la protagonista era una mujer, pero que en lugar de recurrir a su físico para manipular y conducir a los hombres a la perdición, le bastaba con usarlo para someter al enemigo a base de sopapos. Y esta vez, sí se ambientaba explícitamente en la Guerra Fría.

    Tampoco hay demasiados sopapos en Gorrión rojo. De hecho, la acción prefiere emanar de la tortura y el sufrimiento físico, en torno a lo cual hay que destacar la entrega de una Jennifer Lawrence que, tras madre!, parece más que dispuesta a llevar su carrera hacia otros horizontes, no necesariamente oscarizables. Lo que sí hay, en cambio, es una sobriedad total y absoluta que podría hacer de esta adaptación de la novela de Matthews efectivamente una rareza, si tan sólo hubiera conseguido evitar determinadas concesiones al trazo grueso. Así atestiguan lo innecesariamente explicativo del desenlace —aparatoso, estridente, pero de algún modo satisfactorio— o la sensación de extrañeza que provoca ver a un reparto holgadamente anglosajón hablando con acento ruso de dibujo animado. Gorrión rojo no deja de ser nunca cine para el gran público, aunque sea un público al que de vez en cuando le gusta hacer como que se escandaliza, y es más fácil dejarse extasiar por su cuidada apuesta estilística cuando, de forma más dócil, se destierra la sed de emociones realmente fuertes.

        

    A favor: La visualización de la violencia, sintética y efectiva.

    En contra: En ocasiones sueño que aún sigo dentro de ese segundo acto.

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