Cuando cae el mito y queda la persona.
Sherlock Holmes se ha hecho mayor, es un anciano que está solo y olvida las cosas, se ha retirado a su casa del campo buscando cobijo, la seguridad de estar lejos de la ciudad y a salvo de los cotillas e ignorantes intrusos donde, sin quererlo pero por súbita fortuna, hallará la admiración y cariño de un inteligente niño, ávido de aprender y curioso por saber que será su querida compañía.
Y a partir de ahí observamos a un Holmes humano, veraz, débil y maltrecho que sufre física y anímicamente, que altera su costumbre e inventa una creación de su puño y letra y que, rompiendo sus feas normas, es capaz de pedir desesperada y necesitada asistencia.
Soberbio, magnífico Ian McKellen en la encarnación de este quisquilloso y perfeccionista famoso detective retirado que, fuera de la letra imaginativa de Watson y de las fantasiosas películas, sólo es un hombre que lleva toda su vida sintiéndose solo, que no puede recordar y hace trampas para disimular, que vuelve a su hogar con sus amadas abejas -que no es lo mismo que la maldita avispa- y que, gracias al conversador guión, preciosa y delicada fotografía y una esmerada y meticulosa interpretacion, te atrapa, cautiva e hipnotiza, sin ningún receso y con mucho gusto, para acompañarle en su emprendida novedosa jubilación llena de sobresaltos imprevistos que mantendrán alerta sus mejores instintos y agudas cavilaciones.
La vejez, la culpa y la redención buscada, círculo fatigoso y entrañable de una elegante y sutil puesta en escena que cuenta con un locuaz, sereno, luchador y maestro personaje que nada tiene que envidiar, en su espléndida confección y plasmación, a “Dioses y monstruos” pues bebe y crece de la misma maestría, un dominio del arte de la actuación que suspira gratitud constante por parte del espectador.
Historia sentimental, que recuerda al joven Holmes en su simpleza de resolución temprana, no hay enorme intriga, ni incisiva incógnita, se decanta por la emotividad de quien se abre a los demás, cambia y acepta su nueva situación.
Sin duda es interesante este peculiar recreación del detective inglés más conocido, lenta y espesa en ocasiones/sensitiva y atractiva en otras, no es un trabajo brillante pudiendo haberlo sido -lo cual puede llegar a ser imperdonable teniendo en cuenta el relato base del que procede y el excepcional actor que lo interpreta-, en parte porque el director, Bill Condon, no siempre tiene claro hacia dónde dirigirse y dónde enfocar la cámara, sus saltos temporales a tiempos diferentes no siempre son una ayuda que aporte interés por lo narrado, la atención se centra en su anciano presente, en sus achaques y resolución para solventar los problemas y adaptarse.
Corrección para una dirección simple que no sabe reencontrar las armas y facultades que, una ya lejana vez, le hicieron grande y recordable con el susodicho intérprete y la referida diosa y monstruosa cinta, toda una pena pues contaba con todas las opciones para conseguirlo por ocasión segunda.
Lo que claramente seduce y enamora es la novedad y originalidad de la presentación de esta figura mítica y la grandeza de quien le da forma, voz y alma, así como la sólida dependencia mutua que se establece con quien le lleva años de retraso en longevidad y es aspirante al cargo de “evidente, mi querido Watson”, el resto es decoración bonita no siempre aportada con eficacia y sentido.
Poco a poco no recuerdo más, se me escapan las palabras quedando la imagen sin nombre, huérfana y desvalida, incapaz de valerse por si misma pues no encuentra la etiqueta para comunicarse, perdida sin remedio de vez en cuando halla el camino de vuelta al sentido, pero es cuestión de tiempo caer en ese mar de dudas de quién no sabe qué esta sucediendo; ahora soy yo quien requiere ayuda.
Quebrada la férrea cáscara externa, deja paso a la fraternal confianza, a la afectividad sentida; complace en su intimidad y cercanía, suficiente para su aprecio y estima.