"Me han obligado a pensar, ha sido humillante pero también estimulante"; el estímulo lo consumió todo el funambulista Robert Wilson -en cuya obra se basa el presente filme-, ideando su aturdido escrito, por tanto, al público receptor, usado de diana para tiro al blanco, sólo le queda la humillación de pensar y pensar y, volver a pensar y no sacar ni para migaja de manjar.
Porque, hay dos clases de películas en las que quedas meditando y discurriendo, una vez, su relato a finalizado, las que dejan huella profunda por su magnitud y coherencia y las mareantes e incomprensibles, que juegan a dar vueltas en la noria decidiendo, al paso por salida, quien baja y se incorpora cual mago que, ante agotamiento de recursos, saca ases de la manga que adorna con explicación estrafalaria para distraer al personal y que nadie percate el desmadre de argumento, el caos de guión, el corte cuadrado de diálogos ingenuos, la incredulidad escénica, la bobada de explicación y la bonachona resolución para contentar a los que todavía, a fuerza de voluntad y resistencia, siguen al pie del cañón esperando que este Indiana Jones detectivesco, en busca de niño perdido -no damos para arca-, ofrezca algo sabroso que degustar.
Y, cómo va a ser eso posible si, Juan Diego Botto, se encuentra asfixiado e impotente ante un personaje que está en todas partes para no importarle a nadie, ocupado en marear al espectador con lástima de quien se esfuerza, pone ganas y no obtiene nada, enamorado de una Paz Vega fría, distante y áspera, como nunca antes había visto -y mira que ¡su carrera está llena de fiascos donde elegir!-, de un Alberto San Juan que se conforma con cobrar pues ¡qué más puede hacer con lo dado!, de mafia rusa de señuelo que oculta a un español lelo usado de distracción, de reclutamiento islámico terrorista que aporta la incertidumbre de mi abuela jugando al parchís y, una tensión generalizada que está tan ausente, pérdida, anulada o nunca encontrada que..., o te da por reír ante tanto ahínco y empeño malgastado o te da por adivinar que se había fumado Manuel Gómez Pereira durante su filmación.
Porque, pocas veces puedes encontrar tan nula adherencia dramática, tanto cliché teatral vacío, tanta rigidez alámbrica sin emoción, una representación sin contenido apetecible que comienza por capítulo estandar, de serie de moda, para acabar buscando fingir lo que nunca existió pues su altanería de miras es tan infructuoso como su rapidez y velocidad de cambiar de mesa, mantel y comensal de acompañamiento aunque, ninguno de ellos, de para mucho.
Aparte está la función cómica y chistosa -no se entiende de otra manera tanta torpeza- de los fotogramas de acción, tiros, amenaza y temor, todo un escalofrío de despropósito mal elaborado y ridículo cual función de novatos de colegio con pocos recursos al alcance, sólo que con menos ostentación, presuntuosidad y confusión insostenible que..., ¿qué mas da?, que mueran todos y vamos al feliz plano final.
"Nuestra paciencia no es infinita", la de los demás tampoco y aquí, se pone a prueba a cada minuto transcurrido siendo, su gran tristeza, que con menos pretensiones y más coherencia, menos barrullo y más sencillez, más saber dónde vas, conocer tus límites y no tratar de ir más allá, el bofetón no hubiera sido tan descarado y algo se hubiera obtenido de ella pero, claro que si ¡hasta los responsables y participantes de esta película eran conscientes de la banalidad ofertada!
No sólo han ignorado la sangre, su trabajo y al espectador sino que han forzado, en exceso, una máquina sin sentimientos, adrenalina o vigor, a partir de ahí, ¡que viva el circo y el espectáculo continúe! aunque dudo, Freddy Mercury, pensara en esto cuando escribió su mítico "Show must go on".