“Tengo una hija que criar”, aunque me cueste la vida.
La transición de papatica, mía y de nadie más, a Katie, adulta y de nadie, te mantiene pegada a la pantalla, el por qué de ese desorden psicológico que le lleva a ayudar a los demás pero a herirse a si misma, incapacidad de amar y permitir ser amada como fruto de ese desierto duro, áspero y seco que es por dentro y cuyo origen se encuentra en esa infancia feliz que, aún no se sabe cuándo, cómo ni por qué derivó a una angustia anímica y agudizado dolor a ser abandonada y un miedo constante a no dejar de sufrir.
Sólo que, tan revelador misterio de raíz y causa no parece estar a la altura de lo esperado, el desenlace de tan cautivador y tierno juego, entre pasado y presente, cubre para dar razón de todo el teatro visionado pero no deja de ser ligeramente endeble para tanta espera, seducción, sencillez y dulzura de performance.
Trágica historia, hiriente y culpable, con ese aroma dulce, comprensible y cariñoso que arropa tanta dolencia y que envuelve el ambiente con estima y placer, un drama no resuelto, que se regodea en sus flashback temporales, con gotas hipnóticas de amor, dicha y alegría que abrazan y sugestionan sin levantar gran arrebato, pero con la justa eficiencia para no despegar el interés del libreto.
El relato gusta, las escenas seducen y el juego incógnita funciona lo suficiente para no perder estela de lo narrado, aún anticipando su camino y desenlace; nada importa, Russel Crowe, simpático y sobrecogedor, es el papá héroe que lo dará todo por su querida retoña, amada bendición que le inspira para escribir y le da fuerzas para resistir las embestidas de la vida; Kylie Rogers, maravillosa, conquista los corazones de la audiencia como chispita de papa que todavía no conoce su porvenir fatídico, más una atractiva, hundida y desarmada Amanda Seyfried que induce a mantener la atención y saber de ella pues, al igual que la requerida tiende una mano a quien inocentemente lo necesita, tú te quedas a su lado oyendo y observando por tristeza, afecto, preocupación y predilección voluntaria por conocer de su vida y descubrir su gran tormento.
No dejo de apuntar que es todo un clásico que sigue los pasos esperados sin saltarse una coma, que es emotividad cliché usada para establecer esa conexión bonita, grata y sensible con el público pero, lo realiza con soltura, naturalidad y vocación de acompañarles sin lamento; es estándar pero ¡qué más da! si disfrutas del cuento, de sus emociones y de la conexión afectiva, doliente y entusiasmada que se establece entre los actores y con su concurrencia expectante.
La familia y sus desgarradores y espléndidos momentos, la enfermedad mental, la ineptitud de querencia, el miedo al desamparo, la frustración de una herencia impuesta, la valentía de seguir, de solucionar y hablar por fin de esos sentimientos que se permiten ser, estar y vivir; no es complicada, es enormemente sencilla y acoplada al pedido consumista, su fondo no aporta novedad, su estética es correcta, su música más excelsa..., y todos los reparos condicionantes que se quieran pero el vidente la acoge, abraza y baila con ella, con la misma facilidad, franqueza y modestia que ella expresa lo ya dicho y visto antes.
De padres a hijas, de hijas a recuerdos de padres, la ausencia del mismo, el encuentro del amor, la inestabilidad emocional de ello, la herencia pesa, el legado no es el más apropiado, los tormentos, la desazón y los pesares no cesan pero no hay que rendirse, hay que continuar tramo a tramo, y tú la escoltas con satisfacción, deleite y empeño; repito..., ¡qué más da que ya se sepa, o resulte familiar y conocido! Lo has pasado bien ¿no? Es lo que cuenta.
A veces hay que decir te quiero, te echaré de menos, adiós; duele, pero es lo correcto.
Lo mejor; sus actores intérpretes, que dan alma y candor a su recepción.
Lo peor; no es una gran historia, únicamente un testimonio más.
Nota 5,7