El regalo del conocimiento, una peligrosa entrega.
Fútbol americano, cualquiera que guste del deporte sabe de la importancia y poder de tal conglomerado, nuestro balompié, elevado a potencia en cuanto a inversión financiera, estatus y control sobre el ciudadano, el rey de los pasatiempos y un intocable entretenimiento que abarca mucho más allá del propio juego.
Y llega un extranjero, que ni siquiera ha visto un partido de fútbol en su vida y ¡la que lía!, o ¡no es para tanto!, ¿no?
Sensación de poco impacto, de mínima revolución queda en el aire de este relato basado en una historia real, como si David únicamente lograra hacer pupita a Goliat, pero éste se mantuviera igual de firme, estable y poderoso que siempre, perenne y seguro en su trono, del que nadie logra bajarle.
Meritorio el dr. Bennet Omalu, un buen hombre, excelente patólogo forense que trata con respeto a sus pacientes aunque estén muertos, que habla con ellos y por ellos, que le importa cómo murieron más que cómo vivieron y que se siente ofendido por ser maltratado y humillado al hacer con honor, pulcritud e integridad su trabajo; una profesión que argumenta desde la ciencia, desde hechos indiscutibles y que nada sabe de apoyos, influencias, favoritismos o grandes y letales corporaciones o, al menos, debería estar limpia y al margen de todo ello.
Will Smith y una cámara intimista, que busca al hombre, a su convincente rostro y rotundo gesto como oficiales portadores de este modesto ciudadano, que simplemente descubrió una enfermedad que molestaba mucho en todo su entorno.
Una primera parte comedida, de pasos humildes y saltos temporales hacia esa consecución del hallazgo, después de hacerte una breve idea de la personalidad de este imprevisto e intrépido héroe, donde se investiga y teme por lo que se va a encontrar o todo lo contrario y, una segunda exposición de las devastadoras consecuencias personales sufridas por tal lícita osadía y el resultado que de ellas se infringieron; todo caldeado, correcto, de narración legítima que no levanta pasiones ni acelera corazones, únicamente informa de hechos, de ese, en apariencia, superfluo combate contra un coloso cuya llama encendida no provoca gran incendio, sólo humareda para ser registrada, pero que apenas cambia la situación o el comportamiento de aquellos implicados a quienes afecta.
Un juego violento e irracional, pero también tan bello y seductor como el legado shakesperiano, alivio de las penas y sinsabores de muchos ciudadanos que vuelcan la alegría y felicidad que no proporciona su existencia, o sí pero la complementa con fervor y entusiasmo, en ese partido de domingo de jugadores contra rivales y todos a por la misma pelota, codiciado balón que altera al más tranquilo, enorgullece al más reposado y tímido, transformación proverbial sufrida en unos instantes por todos aquellos fans, de tan pródigo deporte, que aquí no padece en demasía, pues la sensación de que tal logro pasó a la lista de reveses a padecer por golpear cabezas, aún usando casco, pero que nadie, por lo visto, tomó la precaución de dejar de hacerlo o instruir a sus hijos para dedicarse a otra modalidad deportiva es punto que resta colisión a toda su huella.
El por siempre príncipe de Bel Air luce aptitudes dramáticas con esmero y habilidad, más allá de correr, pegar tiros o hacer gracia, Peter Landesman expone una realidad ocurrida con tonos entretenidos y corteses que no supera la línea de la cordialidad y beatitud, mirada tranquila y reposada para informar y aprender pero no eclosionar ni romper: es conforme, adecuada y pulcra, sin ser débil tampoco coge gran fuerza, su ánimo se mantiene en esa neutralidad que permite observar, saber, disfrutar y no verse aturdido ni impresionado por lo narrado, simplemente se cubre una ignorancia cuya verdad, puesta sobre el tapete, tampoco duele tanto como se esperaba.
“Hay que terminar el juego; si terminamos el juego, seremos ganadores”; bien, ha finalizado, la investigación es concluyente, se ha abierto debate y llegado al senado, los periódicos y telediarios abren sus portadas con ello pero, los cimientos del juego ni se tambalean ni perturban, ni la audiencia está impresionada y seducida por el desarrollo y resultado, simplemente está contenta, serena y afable de conocer un nuevo y veraz relato.
Un buen y loable americano, hijo adoptivo, que no entendía ni gustaba de ver fútbol americano.
Lo mejor; saber del dr. Bennet Omalu y de su hazaña, en la acorde y satisfactoria interpretación de su lustroso porteador.
Lo peor; su potencia queda reducida a informar, sin pasión ni brío.
Nota 5,8