Noviembre de 2014: estás de vacaciones en Berlín. Después de una larga caminata por la enorme avenida Unten der Linder, la puerta de Brandemburgo se levanta ante ti, monumental e imponente. Cientos de personas buscan el mejor ángulo para capturar con sus cámaras un trozo de historia de esta vieja Europa. A la mente te vienen las imágenes repetidas una y cien veces en documentales y películas, donde la famosa puerta de entrada a Berlín, se convertía en símbolo y emblema de la fuerza del nazismo. Quién no ha visto alguna vez las siniestras imágenes de la multitudinaria “Marcha de las antorchas” en enero de 1933, improvisada por Goebbels para celebrar la victoria de Hitler.
Músicos callejeros, mimos, y vendedores de recuerdos, intentan reclamar la atención de los turistas. Un pequeño tumulto se forma en torno a uno de ellos, te acercas para contemplar su espectáculo. Lo que ves, te deja sin palabras: un hombre vestido de oficial nazi, intenta abrirse paso entre la gente: parece aturdido, su abrigo militar está sucio, desgarrado por una de las hombreras, lleva restos de tierra en toda su ropa. Te haces sitio en el momento en el que el hombre se gira ante ti: es la viva imagen de Hitler. Si no fuera por su gran corpulencia y su alta estatura, pensarías que es un clon del mismísimo Führer. Después de unos instantes de desconcierto, levantas la cámara y disparas.
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