"Bravo por la música, que derrama lágrimas y después sonrisas despertando al amor...,bravo por la música, dama hermosa y cándida, lánguida, enigmática y a veces ciclón" todo un clásico cantado por Juan Pardo.
La magia de tocar un instrumento, el arte de crear vida de aquello que permanece inerte y apagado, cuando el placer se convierte en deseo obsesivo, la pasión transformada en locura desmedida sin control, la dificultad de graduar el talento, la inteligencia de conocer los límites, la impotencia de no alcanzar la meta, la adrenalina de superar las expectativas, el desconsuelo de no ser valorado, la admiración convertida en puñal que hiere, el abandono como descanso anímico, la inquietud perturbadora de no ser mediocre, el anhelo de ser un genio, cuando toda tu vida gira en torno a ser el mejor y te olvidas de disfrutar y saborear el camino no importa si llegues o no.
Un profesor y un alumno, sargento de hierro uno, elegido mandatario de descubrir y decidir quien vale o es rechazado, el otro desesperado chaval por un reconocimiento y ovación que le llevan a extorsionar la habilidad hermosa de la creación artística, el encanto de leer una partitura y casi matar a ese ruiseñor delicado que cree en sí mismo y conoce su valía, una relación expuesta con la exagerada tensión y abrumadora tirantez de que el dolor es imprescindible para el triunfo, que el sacrificio hasta desfallecer y que sangren las manos es requisito a pagar por los elegidos, por los grandes, por los únicos que serán recordados y pasarán a la historia discurso, por otra parte, más apetecible en el rostro y bastón inolvidable de Lydia Grant, profesora de danza y baile de la añorada "Fama".
Este cisne, no del todo negro, rítmico pasa por los pasos previstos: deseo, ansiedad, descubrimiento, alegría, trabajo, extenuación, consumición, mortificación, pérdida de la cordura, distorsión de la realidad, agresividad propia, desesperación elevada a descontrol y enfermedad..., todo ello expuesto con la sabiduría preferente de que la melodía, su dedicación y entusiasmo sean lo importante y a destacar por encima de esa noria sofocante de estímulos y vejaciones llevada al límite máximo de unos sentimientos plasmados con percepción agria y desapacible que mantienen la opresión del momento, dureza ofensiva y molesta que roza el maltrato psicológico y un atractivo masoquista de observar como se desvirga la pureza y se distorsiona un sano objetivo elevado a cima gloriosa que conquistar.
Preferentemente prefiero el estilo de "Once" con más oportunidad y gracia para apreciar y degustar el amor y pasión por este delicioso arte, palpable sencillez sin tanto giro mareante de señuelo motivador; aquí se reconoce el loable y soberbio trabajo de J.K. Simmons como martirizante educador que tiene el privilegio y la potestad de ver y encontrar al nuevo Hendrix de la batería en el presente/exquisito futuro por delante, despiadado y cruel por momentos/el más leal apoyo animador en otros, necesario y orgulloso ogro que sólo deja ver su amabilidad si te ganas su respeto y admiración, un elogio arduo de conseguir sólo al alcance de unos pocos dispuestos a dejarse la piel, el corazón y la razón por la cual luchara fervientemente, como un loco poseso, un genial y meritorio Miles Teller que representa la inocencia de amar tu arte llevado al algotamiento de destruirlo y odiarlo, desmadre psíquico de herida física y aborrecimiento mental donde todo tu estimable coraje e ilusión querida es vapuleada por el aprecio equivocado de buscar el halago y alabanza de los demás y olvidar el tuyo.
Se trata de acústica -bombo, platillos y palillos-, lo cual puede retrotraer la adicción completa por esta carrera frenética sin normas, barreras por doquier y una distorsionada exigencia por parte de una audiencia que reconoce, aplaude y admite su logro y valor pero no logra alcanzar ni sentir la suculenta gloria vendida aunque, sin duda, provocará la delicia de aquellos que adoran dicha sección de una orquesta.
Se excede en las enseñanzas del tutor-maestro, en las lecciones agónicas de martirio humillante, más dispuesta la parte relativa a la persuasión por el sonido, la armonía y la sensibilidad de aspirar ese aroma de quien vive por y para la música, se deja sin apenas desarrollo la dictatorial renuncia a una vida personal por la devoción a la profesión escogida y no se profundiza apenas en la relación paterno-filial y las secuelas de un progenitor cuya imagen es reflejo de fracaso en su pretendido estrellato.
Se disfruta, padece y mantiene tu interés, unas veces con sabor agradable, la mayoría de gusto desapacible y desabrido por la barbarie insinuada de que sólo con suplicio, tormentos y humillación se triunfa, película válida, más excepcional y lustrosa para amantes de este instrumento que roza el peligro de sobrepasar el umbral de la opresión admitida y colapsar toda la labor exhibida.
Vives los acontecimientos, valoras el resultado, reconoces el esfuerzo pero, este estilo militar de machaque, voces en grito, insultos, competencia insana y enfrentamientos los unos con los otros como que ¡lo disfruté mas con Clint Eastwood y sus maniobras a campo abierto!, tanto ardor tapa un poco la magnificencia de este arte, su encanto exquisito y su degustación suprema; me reitero, prefiero el amor incondicional y altruista de John Carney, en su obra maestra, a esta severidad reinante que azota sin piedad ni esmero, admito el valeroso trabajo de todos los participantes pero encuentro mayor goce en el otro enfoque.
Este Amadeus que tiene que bajar a los infiernos para conseguir entrada al codiciado cielo tampoco satisface tanto, se tiende a premiar y valorar con excesiva generosidad la pena, el calvario, los traumas y la tragedia.