De entre los muertos
por Daniel de PartearroyoDesde que acabó su periodo formativo con un puñado de telefilmes a finales de los 90 y comenzó su carrera cinematográfica con The State I Am In (2000), el cine del alemán Christian Petzold se ha caracterizado por una afinidad evidente hacia progresiones argumentales de naturaleza melodramática pero expuestas con la frialdad sobria, despojada y materialista habitual en las primeras películas de los cineastas enmarcados dentro del grupo denominado Escuela de Berlín. Filmes como Wolfsburg (2003), Gespenster (2005), Yella (2007) o Jerichow (2008), con sus dramas humanos, amantes cruzados e incluso fantasmas pululantes remitían a universos de exacerbación emocional y pasiones viscerales que, sin embargo, las dinámicas empresariales y económicas de la sociedad neocapitalista contemporánea lavaban hasta despojarlas de todo deseo o pulsión de placer, dejándolas casi irreconocibles. Pero con Barbara (2012) Petzold cambió la orientación de su foco y decidió explorar puntos conflictivos en el pasado de su país, empezando por la Alemania Oriental de los 80. En Phoenix, de nuevo en colaboración con el tristemente desaparecido Harun Farocki al guión, va más lejos en el tiempo: hasta una Berlín postbélica, en los momentos inmediatamente posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Con el viaje al pasado, el dispositivo formal de Petzold también muta. Decide filmar en scope y pidiendo colores vigorosos a su habitual director de fotografía, Hans Fromm, como si estuvieran rodando un aparatoso drama de postguerra con riqueza de escenarios y escenas nocturnas iluminadas por neones tan radiantes como un lápiz de labios o las luces del cabaret que da título al filme. En parte es así, pero con la intención de ir mucho más allá bajo la superficie. Otro rasgo de Petzold es su revisión libre de la historia del cine, que ha llegado a concretar explícitamente con variaciones de películas como El carnaval de las almas o El cartero siempre llama dos veces. En Phoenix, la historia de una judía superviviente de los campos de concentración –Nina Hoss, en su cuarta magnética colaboración con el director– que vuelve a Berlín con la cara desfigurada y se somete a una operación de reconstrucción facial, comienza con citas a Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960) y La senda tenebrosa (Delmer Daves, 1947) para acabar convirtiéndose en un reflejo distorsionado de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) cuando la protagonista se reencuentra con su marido, quien la delató ante los nazis; inician una relación y él, ajeno a su auténtica identidad, intenta convertirla en su antigua esposa con el fin de cobrar su herencia. Para ello, debería transformarla en la persona que, aunque irreconocible, ya es; Vértigo desde el punto de vista de Kim Novak.
Es fácil imaginar este juego de identidades, máscaras sobre máscaras, culpabilidad extraviada y reelaboración traumática del pasado como una metáfora de la propia sociedad alemana e incluso europea en los años posteriores a la guerra, enfrentada ante la terrible responsabilidad de las distintas ramificaciones de la banalidad del mal mientras tiene por delante un duro camino de reconstrucción. Phoenix comparte esa preocupación con la estratosférica Nicht versöhnt (1965), donde Jean-Marie Straub y Danièle Huillet evidenciaban las capas de historia irreconciliable que aplastaban el presente y porvenir de las futuras generaciones de alemanes. Menos severo, Petzold prefiere dar a su relato el oxígeno de la ficción. Así llega a una catártica revelación final que deja las notas de Speak Low como bálsamo abrasivo en la garganta de Hoss; uno de los golpes de efecto más contundentes del cine reciente.
A favor: La deslumbrante contención y serenidad de Nina Hoss.
En contra: Algunos momentos innecesarios de redundancia expositiva.