Una Perturbadora Serendipia En El Género Del Horror
¿Existe algo mejor que un largometraje de tu predilección te coja desprevenido? En lo personal, no lo creo. Tal sobrecogimiento lo han vivenciado una considerable porción de quisquillosos cinéfilos que asistieron desidiosos a la proyección de una las joyas contemporáneas que sale de la cuna del Festival de Sitges, certamen del cual últimamente dimanan las únicas ofertas dignas de miramiento dentro del género. Ganadora del Premio Especial del Jurado en la pasada edición del festival, “The Autopsy of Jane Doe” es la flamante ambrosia de aquel realizador que adquirió distinción universal hace siete años con una reformación del actualmente inficionado mockumentary o también conocido como found footage con “Trolljegeren”. Øvredal se apellida el artífice de esta auténtica y delirante cinta, que germinó en un pase para el estreno de “The Conjuring” del horrísono James Wan. ¡Qué obra más excelsa para concebir su aspiración!, pero ¿Por qué le inspiró este clásico moderno? Los relatos de terror de antaño siempre estarán en boga. El director habló con su representante ipso facto, quien con acertada selectividad se hizo con el guion de Ian B. Goldberg y Richard Naing, entorno a una mujer cuyo cadáver no muestra vestigio alguno de violencia o contusión, muerta como por arte de magia.
La historia en cuestión nos lleva al sótano-morgue de la familia Tilden: un hombre de edad y su hijo, sabuesos que se pasan los días indagando la justificación del óbito de miles y miles de organismos abúlicos y níveos. Sin embargo, la tradición consanguínea, vigilada por la vil muerte, será interceptada por los incidentes objetivos del joven, fantásticamente interpretado por Emile Hirsch, por volar del nido y forjar su propio camino. Mientras Tommy busca la forma correcta de informar a su progenitor sobre sus anhelos, el sheriff irrumpe a última hora con el cadáver indemne de una nigromante mujer, descubierto en la escena de un crimen en Virginia. Padre e hijo inician una danza detectivesca por dar con la causa de su deceso, topándose con un sinfín de innaturales contrasentidos que desencadenaran en un maniaco juego del gato y al ratón, solo que aquí el gato está muerto (literalmente).
Echo de menos la época en donde una historia interesante, un grupo actoral talentudo y un director perspicaz bastaba para hacer un filme de horror con suficientes aras como para convertirse en un clásico. Y es que así fue como muchas de las cumbres cinematográficas se forjan, cintas cuya exclusiva pretensión es retratar la malignidad mientras en simultáneo elevaban con formidable simplicidad nuestros niveles de cortisol, en otro argot, pasar un agradable rato de infarto. Ahora bien, ese horror vintage no ha desaparecido en la actualidad, al menos en forma, ya que son millones los remakes, reboots u otro tipo de actualizaciones que los grandes estudios producen de aquellos largometrajes cuyos 80 minutos eran más que suficientes para petrificar y divertir, nada más, nada menos. Empero, en tratamiento y esencia, únicamente un clan de directores independientes y un ínfimo número de realizadores comerciales consiguen con tino retomar esas técnicas y ritmos añejos dándole una estampa lujuriante, inteligente e igualmente terrorífica. Pues André Øvredal se adscribe a esta restringida lista de privilegiados con una necropsia al mismo mal.
El largo manipula una progresión de cualidades radicalmente impracticables hoy en día en la materia. Es un experimento de horror formidablemente elaborado que se lucra de las compatibles interpretaciones de Brian Cox y Emile Hirsch como Sherlock y su correligionario, una relación tanto paterno-filial como médico-laboral que conduce con fascinante afabilidad el hilo narrativo, promoviendo que los personajes congenien con el espectador en la cuasi excelsa primera mitad del relato.
Este es un ejemplo de que una sólida historia narrada de forma acertada no presupone de efectos visuales estrambóticos o vueltas de tuerca descabelladas, nueva tendencia proporcionada por las excelentes cintas independientes, numerosas en cuantía pero parvas en reconocimiento, que a duras penas ganan unos cuantos dólares en taquilla o incluso que tienen el honor de conseguir una imperceptible presencia en los teatros. Catalogada como “cine arte” o “cine de autor”, la película de Øvredal me resulto verdaderamente electrizante, no como un filme indie, tenía la fachada de una obra a manos de un estudio con bajo presupuesto, con giros y conclusiones propiamente americanas pero con desarrollos, extrañezas y resoluciones estimulantes, capaces de generar estupor.
La puesta en escena es de primera línea, una magistral clase, obteniendo provecho de los lúgubres e irrespirables sets mediante la retumbante musicalidad incidental, las tomas atmosféricas de las crujías de madera lacadas, los metálicos labios de la morgue o el anticuado y tétrico elevador. Merecedora de un vistazo por Alfred Hitchcock debido al dominio del tempo, su atemperado e inquietante ritmo, el manejo prolijo del suspense, el crujido en la autopsia neuropatológica que provoca un cierto malestar en nuestras cabezas evidenciando la fenomenal edición de sonido y la indiscutible efectividad transmitiendo sensaciones. La revelación paulatina de la información y la inconsciente ignorancia por parte de la audiencia entorno a lo que realmente está sucediendo conjura un trabajo que arranca con diplomacia y finaliza consistente, sin embargo lo hace saliéndose por la tangente. La congratulación por la manipulación del espacio merece su propio segmento, sin duda, uno de los aspectos mejor logrados del todo el filme, valiéndose de espejos, resplandores, claroscuros, distorsiones visuales, puntos ciegos y sobre todo de la opacidad con el fin de ponerle de punta los pelos a cada asistente, desprevenidos y con la concepción de que presenciarían un bodrio fílmico. ¡Que sorpresa!
Empero, la cinta no es del todo redonda y en el final se siente una vacilación, que simboliza la confusa conclusión narrativa, esta, un arma de doble filo. Además, no se desliga de los tópicos, los sustos injustificables, los golpes de efecto y caracteres comunes del género, no obstante, son soportables aunque frustrantes. Solo imagínate embebido por la más remota oscuridad, sin embargo, no eres el único en el lugar, tienes el deleite de tener como acompañantes a seis interfectos que no ya no se encuentran dentro de sus correspondientes cámaras frigoríficas, vislumbras entre la negra maraña a tu alrededor que todo está patas arriba y en mitad del escenario yace una mujer tan pálida como la nieve, desencadenante de horrores inimaginables, pero de repente, giras 180° grados y una rostro con la boca cocida te pilla por sorpresa. Simplemente, decepcionante. Como puedes tener tanto, y luego nada. Adicionalmente, el filme se toma ciertas licencias como el funcionamiento inexplicable de bombillas quebradas, apariciones y desvanecimientos de niebla según conveniencia o la disipación de las llamas en la morgue, no obstante, del mismo modo que los jump-scares, estas son tolerables.
“The Autopsy de Jane Doe” emplea inteligentemente como McGuffin a la dama que da nombre al largometraje, mientras, Øvredal realiza en nosotros una satisfactoria autopsia de los temores más espantosos que se prendan a nuestras mentes como parásitos, los cuales pueden sintetizarse con dos escuetas palabras: lo desconocido. No conocemos absolutamente nada, lo único que sabemos con certeza es que en cualquier momento este péndulo de situaciones puede venirse abajo. Un relato que se intenta desinflarse en el final, pero que manufactura un trabajo de autor acreedor de ditirambos, una obra anexada a lo mejor de los últimos años en cuanto a horror, una propuesta de grand guignol tan electrizante como inesperada con un excitante aroma ochentero que no dejara indiferente a ninguno que page por un largometraje de calidad.