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    National Gallery
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    National Gallery

    Sentido y sensibilidad

    por Carlos Reviriego

    Sentido. Frederick Wiseman se jacta de que, como pionero del Direct Cinema, nunca ha entrevistado a nadie en ninguna de sus películas. La retórica de sus documentales no ha variado en 43 films y 47 años, desde que debutó con Titicut Follies (1967), alzándose como el entomólogo más perseveraz, el monje más paciente y el cineasta más austero y convencido. Nada de cabezas parlantes, nada de voz en off, nada de rótulos y leyendas explicativas… Pura observación. Pura ocupación de un espacio durante un determinado periodo de tiempo, durante el cual retratar todo lo que acontece a su alrededor, a los hombres y su entorno. En el montaje –que le lleva aproximadamente un año por película– es donde realmente articula su lenguaje, de manera que la captura objetiva se transforma en discurso subjetivo.

    Notario de instituciones y administraciones, de espacios públicos y privados, Wiseman ha podido quedar relegado a concepciones del documental que a algunos se les antojan anticuadas o caducas, como si hubiera perdido el pie de la contemporaneidad, con sus hibridaciones y subversiones. Una vez lo intentó con la ficción y se dio cuenta de que no era lo suyo. Regresó a hacer lo que sabe hacer muy bien, y desde entonces ha trasladado al contexto europeo su mirada observacional, nunca inquisitiva, siempre acorde con los tiempos que requiere la contemplación, diríamos que hasta la convivencia. Tras filmar en París –La danza (2009) y Crazy Horse (2011)–, pasando por un gimnasio y una universidad norteamericanas –Boxing Gym (2010) y At Berkeley (2013)–, el rodaje en digital al que en principio fue muy reacio ha devuelto un brío y una exigencia a su trabajo que lo dotan de mayor sentido si cabe en una época, la nuestra, tan sumisa a los estímulos fugaces y los hábitos de consumo del espectador contemporáneo.

    Las tres horas de National Gallery, su inmersión en los espacios de la pinacoteca londinense, donde belleza, revelación y didactismo se convierten en conceptos inextricables, son una clara muestra de ello. Su cine está cargado de sentido.

    Sensibilidad. El núcleo de la película, que cubre tanto el escrutinio del fondo de la pinacoteca como de su funcionamente interno, es el diálogo que los visitantes (y espectadores de la película) mantienen con las obras que cuelgan en el museo. Se establece así una línea de clara vocación didáctica, acentuada por los speechs de los distintos guías del museo a pie de obra (retratos de trabajo que se convierten en retratos humanos y en ensayos sobre el arte), con la que el cineasta nos invita a leer las pinturas clásicas (de Rubens, de Caravagio, de Leonardo, etc.) desde el lugar que ocupamos en la contemporaneidad. De hecho esa parece ser la motvación que propulsa el carrusel de imágenes, extremadamente hipnóticas y bellas, en el que nos embarca la película. El diálogo se expande a los restauradores, que explican sus procesos de trabajo, a los administradores del museo (una reunión presupuestaria, otra sobre la conveniencia o no de que el maratón de Londres termine en las puertas del museo, respetando el tiempo real y sin cortapisas, permitiendo que habitemos la escena), a los iluminadores de los cuadros, y hasta una sesión, especialmente hermosa, en la que un grupo de invidentes es invitado a ver (palpar) las obras.

    Hay en National Gallery un momento muy especial, insólito en la filmografía de Wiseman. Él que lleva con orgullo no haber realizado nunca una entrevista para sus películas, en este caso filma la grabación de un documental televisivo en los espacios del museo (su método es filmar todo lo que ocurre), de manera que acaba insertando en su propio film las entrevistas que el equipo de televisión realiza al personal del museo. Sea con ironía o no, con este gesto respeta su dogma semántico pero se lo salta al mismo tiempo. La lucidez que recorre su trabajo se alimenta de esta clase de decisiones, como la necesidad de filmar los cuadros desde dentro, y revelar así sus historias, del modo cautivador y pedagógico con el que también se van revelando los mecanismos del museo, de la película, del cine. La obra un genuino maestro.

    Lo mejor: El extraordinario diálogo que el arte del pasado mantiene con el hombre del presente, y el tiempo que nos regala la película para experimentarlo.

    Lo peor: Las performances de ballet en las salas del museo. Aunque bellas, rompen el ritmo y no aportan nada.

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