Justicieros S. A.
por Marcos GandíaCuando el siempre entonado Antoine Fuqua decidió llevar al personaje protagonista de la ochentera serie El Ecualizador a un territorio más cercano a la blaxploit setentera, muchos aplaudimos el gesto y la idea. Luego resultó que Fuqua, secundado por un muy por la labor Denzel Washington, actor al que ha sabido extraer mucho de su más oscuro potencial interpretativo,
no había hecho finalmente un Shaft para los años del post milenarismo urbano descreído, sino una (lógica si se analizaba en relación con la continuidad de su obra e intereses previos) paráfrasis de la degradación moral de un país, Estados Unidos, entregado a la indefensión, abandonado a su suerte por los políticos y vendiendo su alma a la figura de un mesiánico arcángel justiciero. En este sentido, Fuqua conectaba su The Equalizer con el costumbrismo fríamente (con motivos personales) subversivo del original televisivo con un Edward Woodward que representaba algo así como la razón de la ley del talión con el rostro de un casi venerable anciano.
Denzel Washington no está todavía en esa edad del personaje que bordara Woodward en la pequeña pantalla, pero sí que muestra, y en esta secuela más, una mirada ya de cansancio y de hastío ético, de saber que no va a poder parar de aplicar su particular justicia por encargo porque no solamente el mundo que le rodea es ya el Infierno (ese mismo por el cual transitara de la mano del mismo Antoine Fuqua en Día de entrenamiento), sino porque él mismo ya forma parte de la nómina de demonios de ese erebo terrible.
Lo más notable de The Equalizer 2, amén de la fuerza estilística del director en la planificación de las escenas de acción, es ese viaje a las tinieblas del protagonista. Ese verse cada dos por tres identificado con los mafiosos, matones y demás gentuza que mata. Es ese intento de auto justificar su violencia, de acallar una conciencia que se adivina negra. Y es en ese aspecto, más allá de su pulso narrativo (no tanto en el trabajo de guión, esta vez un poco por debajo de las expectativas y con algunos apuntes éticos y conservadores que sobraban), donde la película termina revelándose como la terapia psicoanalítica de una estrella, una actor, como Denzel Washington. Un ultracristiano convencido con la mala conciencia de todo aquel que lleva a un asesino dentro de sí.