Película usa del 2021, de una duración de 156 minutos, con una valoración de 6/10, bajo dirección de Steven Spielberg y guión de Tony Kushner, con un presupuesto de 100 millones, adapracion musica de Leonard Berstein y libro de Arthurt Laurent,
Resulta inevitable retroceder a los orígenes revolucionarios de la obra original estrenada en los escenarios del pabellon Winter Garden de Nueva York en 1957. Tanto el musical homónimo de Broadway, como su primera adaptación al cine en 1961 de Roberto Wise, supusieron sendos puntos de inflexión en el histórico de los musicales en su manera de asumir la tragedia por encima de los grandes espectáculos optimistas y desenfadados del momento.
La adaptación original de Arthur Laurents, basada en el legendario Romeo y Julieta de Shakespeare de 1597, manejaba con perspicacia temas relativos a los asuntos raciales y la inmigración en un EEUU en los 50/60.
La versión contemporánea que nos ofrece Spielberg llega con la decisión ante la melancolía del cine del pasado, en el justo lugar de un autor consumido por la tragedia de unas imágenes irremediablemente fugaces, intangibles, sumidas en la desesperanza.
Spielberg entiende que aborda un lugar atemporal, anclado, que debe reconstruirse una y otra vez entre las ruinas del tiempo. Una metrópolis en constante construcción, y arranca en travelling sobrevolando los escombros de unos edificios en demolición. La cámara se pasea por las ruinas y por el polvo de un lugar vaporoso, tejido sobrenatural, de contornos invisibles.
Entradas y salidas a lugares de fantasía sin dejar de pisar una y otra vez las ruinas de nuestro mundo. Fragmentos de un cine del pasado empalmados fotograma a fotograma en un montaje en continua lucha contra el paso del tiempo. Queriendo mostrar que es parte de una batalla por la supervivencia del cine. El último de los suspiros por sobrevivir. Utiliza la forma construyendo un lenguaje visual deslumbrante que no puede ni quiere esconder la oscuridad de su mirada.
Sin duda estamos ante un elaborado ejercicio de memoria e identidad fílmica, algo a lo que el director nos tiene acostumbrados.
Un charco puede convertirse en océano cuando la memoria pisoteada realza la eterna melancolía de quien no rinde cuentas a nadie. Solo el cine importa. Sus discursos de la memoria no tendrían sentido sin esa unión religiosa que todo esto guarda con respecto a la muerte. La política de su universo domina con mano de hierro las ilustraciones de una muerte que se abisma al borde del plano.
Todo conduce hasta la imagen de las ruinas de un Manhattan no muy distinto en forma y espacio de cualquiera de esos purgatorios. West Side Story aborda la muerte, sus actores deambulan por las estancias de un escenario gigantesco en el que las paredes y techos impiden ver el cielo o las estrellas.
Spielberg apela a un bosque de imágenes en tonos ocres para pintar murales verticales, murales de una América en entredicho. Una oda fúnebre a la memoria de los grandes musicales del cine clásico que, incluso en un año inusualmente prolífico en el género, no deja de estar enterrado para el gran público. Guarda correspondencias, preciosas misivas, con los añorados tintes del tecnicolor en las hermosas cintas de Vincente Minnelli o George Sidney, pero con el debido cuestionamiento de las fórmulas del pasado. Deberíamos evitar hipérboles que deroguen o anulen el sentido mismo de un filme rompedor, que no pretende caer en la complacencia del espectáculo abracadabra. Es en la naturaleza de su dolor, de su melancolía o aflicción, donde apreciamos su deconstrucción, una hábil puesta a punto de la codificación en imágenes del gran relato americano. Por eso Spielberg enciende la llama del paroxismo dando luz a escenas prodigiosas. Como la entrada al gimnasio en donde se celebra el baile anual rodada en plano secuencia. El primer encuentro entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler), miradas cruzadas en medio del vertiginoso baile y que su director prefiere inducir a la intimidad de la trastienda.
Los enamorados son dos siluetas aisladas de cualquier contacto con lo que les rodea. El rayo de luz que perfora y envuelve un porcentaje muy alto de la filmografía Spielberg.
También existe un cambio secuencial en el orden de las canciones en la comparativa, estéril pero inevitable, con respecto la versión del 61, y un mejor sentido narrativo. Resaltar el trueque de roles del número Cool, con cambios en la acción muy sugerentes. Subrayar los matices del personaje de Tony, cuyo conducto emocional está expuesto bajo la demanda de esa dualidad de hombre/niño, villano/santo, a raíz de su pasado en prisión y ese proceso de redención que se va creando en torno a su figura mesiánica. Hacemos hincapié en esta composición de niño perdido, en su complicada integración en la sociedad, en el peso de su orfandad, otra de las bases catedralicias del cine Spielberg, o de su ambiguo papel de líder. Perspicaz, a un lado, pero con mayor peso que en la versión de Wise, asoma un Riff (Mike Faist), mucho más triste, el niño perdido al que le faltan referentes y estrellas a las que agarrarse. O la sencilla, bonita imagen, de Tony y Chino levantando juntos la persiana de la fábrica de sal. El destino adopta formas caprichosas. Esa dualidad se convierte en trinidad cuando el filme sucumbe al sortilegio de lo sobrenatural, en ese lado luminoso, místico que proyectan sus imágenes.
El torbellino de emociones a las que nos enfrenta la elegante realización de Spielberg está sujeto a una sabiduría actualmente fuera de toda duda, plenamente consumada, en donde la adecuación entre contenido y forma susurra, acaricia al espectador entregado a los brazos de un demiurgo poderoso. Lejos de ser una reiteración o una película arrasada por la inercia de la herencia, troca en un ejercicio reconocible a los discursos del cineasta. Muchas de sus partes forman un todo genérico en perplejas resonancias con su cine. El halo fantasmagórico venido del espacio exterior en esas sombras alargadas que ocupan toda la pantalla; la efigie de un estado vampírico, ese Lincoln sumergiéndose en la oscuridad de su hogar. Spielberg abre y cierra el círculo de la melancolía del presente. Esas ruinas que abren y cierran son panorámicas de duelo, de luto por el tiempo perdido que se resiste a desaparecer. El progreso, animal salvaje, caníbal, no deja nada a su paso estableciendo contrastes entre lo viejo y lo nuevo. Distopía y ocaso del sueño americano. La bola gigante devora y aplasta todo lo que a su paso encuentra.
Pero no olvidemos que la película que nos ocupa es un musical y en esos registros el resultado es de sobresaliente. Los arreglos de David Newman y la dirección de Gustavo Dudamel amplifican y alzan la voz a las músicas y letras originales de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim, probablemente una de las mejores y más perfectas partituras de la historia. El sentido del ritmo, la planificación, los cortes y elaboradas transiciones producen una elegiaca armonía donde todo late con intenso arrebato sentimental. Menciones aparte para la escritura de Tony Kushner, en un guion inteligente, que sabe adaptarse a las necesidades del presente limando las asperezas de adaptaciones previas. Mención especial para las dos Anitas, Rita Moreno, anclaje e ilusión que Spielberg emplea para destapar multiversos, las baldosas amarillas que iluminan y señalan el camino a casa. Un Somewhere distinto, atrevido, de aires mágicos, de bola de cristal o médium. Y la nueva Anita, una Ariana DeBose dejándose la piel en el papel, por lo que opta a premio.