El fan-fiction como institución
por Alberto CoronaHay un momento en Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald tan definitorio que parece estar escrito por algún humorista o youtuber que, tras haber visto la película, quiera resumir con toda la mala baba del mundo hasta dónde llega el descalabro. Sucede más o menos en torno al principio del tercer acto, y encuentra a un número ingente de personajes en un cementerio intercambiando sin cesar revelaciones sobre identidades, parentescos y demás twists narrativos que pretenden dejar con la boca abierta al espectador. La avalancha es tal, no obstante, que uno de los protagonistas tiene que acabar sacándose un árbol genealógico del bolsillo para aclararse un poco, y empezar a recitar nombres mientras todos van poniendo caras de circunstancia. No es la escena más vergonzosamente expositiva de una película que manifiesta desde los primeros minutos un gran desinterés por una narración coherente, pero poco le falta.
Esto sorprende bastante al volver a encontrar firmando el guión a J.K. Rowling, famosa por sus tramas innecesariamente enrevesadas pero siempre llevadas con buen pulso, y sorprende algo menos si hacemos un rápido repaso de la relación de Harry Potter con el cine. Antes de que su historia pasara a formar parte de ese Wizarding World por el que no la conoce absolutamente nadie, la serie de adaptaciones de las novelas de Rowling jamás había disimulado su condición derivativa del verdadero fenómeno, que iba mucho más allá de los shippeos a Emma Watson y Daniel Radcliffe o los extenuantes in memoriam de Alan Rickman: en realidad todo venía de una saga literaria de obsceno éxito comercial, y de la base de fans que éste había granjeado. Por eso a medida que las películas iban adaptando los libros éstas no sólo se revelaban más oscuras y “adultas”: también se volvían más caóticas en su afán de replicar obras sucesivamente más voluminosas y tener que sacrificar para ello tramas, subtramas, personajes y demás parafernalia. Para un avezado lector de los libros esto no importaba demasiado, pues no dejaba de ser un complemento a la lectura. Para alguien que no se hubiera acercado nunca a ellos, era bastante más complejo, y el mayor logro de Warner Bros. fue convencerlos a todos por igual de que fueran al cine a dejarse los dineros.
¿Qué sucede con la saga de Animales fantásticos, iniciada hace dos años con el guión de Rowling como principal garante? Pues, básicamente, que desde su propia génesis está rendida a los deseos y pulsiones de ese fandom primigenio que nada más terminar de leer se ponía a dibujar a los personajes, se iba preparando el cosplay para acudir a la firma de libros más próxima, y empezaba a escribir sus propias historias. Exactamente igual que la saga de ocho películas que concluyó en 2011, y exactamente igual de caóticas han resultado ser sus precuelas… con la diferencia, claro, de que esta vez no hay un material literario al que poder acudir si te ha bailado tal o cual nombre, o si tal subtrama te ha parecido muy deficiente. Lo que ves en la pantalla es una historia definitiva, con numerosas concesiones a la nostalgia, sí, pero una historia que a fin de cuentas ha de valerse por sí misma, al igual que en su momento hicieron los libros de Rowling. Y, tras un estupendo precedente que se beneficiaba de ser sólo una presentación ante lo que estaba por venir, con sus bichicos y su lío de targets, Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald ha demostrado que no sabe ser esa historia.
La película de David Yates es un inmenso y desigual conglomerado en el que todas sus partes acaban sufriendo las consecuencias de su fragilidad, y arroja una sensación muy parecida a la que hace dos años nos dejara Batman v Superman. El amanecer de la Justicia: una obra que quería ser tantas cosas que se olvidaba de que, ante todo, debía ser una película. Los crímenes de Grindelwald, sin embargo, cuenta con el agravante de que sólo se tenía que atener a que había otras tres películas en el horizonte —así de serio iba el Wizarding World este— , y debía conservar el buen sabor de boca que nos dejaron los protagonistas en su anterior aventura, pero éstos son los primeros sacrificios que se cobra el hinchadísimo y demencial guión de Rowling. Con el añadido de los cerca de ochocientos personajes nuevos y de una familia (los Lestrange) de la que pretenden que nos sepamos toda su vida y milagros, a Newt (Eddie Redmayne) y sus amigos no le queda tiempo más que para ir teletransportándose de un lado a otro y escuchar muy serios la revelación de turno, mientras que por el camino Queenie (Alison Sudol) sufre un arco dramático que hay que ver para creer, y Johnny Depp con su Grindelwald pretendidamente trumpiano constata lo que ya dejaban intuir sus escasos minutos al final de Animales fantásticos y dónde encontrarlos: que esta saga estaba mejor sin él.
No todo es tan desastroso, claro, ya que por encima de los giros culebroneros, los diálogos bochornosos y las perezosas escenas de acción se erige un punto de luz, y éste es Jude Law interpretando a Albus Dumbledore. El actor británico no sólo canaliza a través de su trabajo lo mejor del anterior paso de Richard Harris y Michael Gambon por la franquicia, sino que además es el protagonista del pasaje más afortunado de Los crímenes de Grindelwald. Uno que, como no podía ser de otra forma, se podría catalogar de reverencia facilona al potterhead de toda la vida, pero que tras examinar la película en su conjunto ayuda como pocas cosas a dictaminar el error que supone toda Animales fantásticos en su conjunto. Porque, si lo único que se quería era expandir la saga lo justo para volver a refugiarse a cada paso en la fascinación por el producto original, quizá lo mejor desde un principio habría sido dejarle los fanfictions a quienes realmente saben: los fans.