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    La mirada del silencio
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    La mirada del silencio

    El cine como vehículo redentor

    por Israel Paredes

    Con La mirada del silencio Joshua Oppenheimer lleva a cabo un documental que sirve como reverso, en cuanto a su apuesta formal, de su anterior obra, The Act of Killing. Apostando por una base documental más típica, pero sin negar la posibilidad de introducir elementos más cercanos a la ficción, el cineasta norteamericano afincado en Dinamarca regresa al terreno de su anterior película pero ahora desde el punto de vista de las víctimas.

    En The Act of Killing los verdugos representaban –reproducían- en pantalla a modo de siniestra obra teatral los asesinatos que cometieron entre 1965 y 1966 en Indonesia, cuando un golpe militar contra el comunismo exterminó alrededor de un millón de personas. En La mirada del silencio es un joven, de nombre Adi, que nació aproximadamente cuando se cometían aquellos crímenes, quien indaga sobre ellos, alentado por el recuerdo de la muerte de su hermano. Adi acude a los verdugos con la excusa de graduar sus gafas, recurso metafórico tan efectivo como vagamente sutil. Hacer que vean más allá de su ceguera. Y lo que consigue es una sucesión de testimonios –él y Oppenheimer- en los que los victimarios relatan sin pudor sus actos. Algunos de ellos representan en los lugares de los asesinatos los sucesos de manera verbal y gestual, a diferencia de The Act of Killing. La nula capacidad de arrepentimiento que mostraban en aquella se repite en La mirada del silencio. Convertidos en héroes, muchos de los perpetradores en posiciones de poder político y económico, los asesinos justifican sus actos, se sienten orgullosos de ellos. Como en aquella obra maestra llamada S-21: La máquina roja de matar, de Rithy Panh, asistimos a un doble horror: lo que sucedió y que fueran simples hombres quienes lo hicieron. A veces, esto último se olvida. Adi, y el espectador con él, se enfrenta a esos hombres que impasibles rememoran aquello con total impunidad, a veces incluso entre risas. Algunos de ellos, ya ancianos, aún atemorizan a sus vecinos.

    Resulta llamativo como Adi es capaz de mirar a los ojos de esos hombres, de mantener la mirada, mientras ellos, nerviosos, aunque seguros de lo que dicen, miran hacia otro lado; menos uno, que, además, amenaza claramente al joven por sus preguntas. Esa mirada, ese mirar, es la base de los dos trabajos de Oppenheimer, aunque desde dos perspectivas diferentes. Pero lo peor es que esa mirada nos conduce hacia una constatación: que la monstruosidad humana a veces no tiene explicación, por mucho que intentemos dársela o buscarla. En ocasiones, los hombres, como esos verdugos, actúan convencidos de lo que hacen, por deber o por cuestiones más materiales. No hay justificación alguna de sus actos, por supuesto, pero para ellos tampoco hay nada por lo que arrepentirse.

    Y conversación tras conversación, imagen tras imagen, asistimos a un intento de usar el cine como dispositivo para la memoria, para el no-olvido, luchando contra una frase que varios asesinos dicen a menudo: el pasado, pasado está. Frase, por supuesto, que siempre es más sencilla de sostener para el victimario que para la víctima. Estamos cansados de escucharlas de boca de quienes quieren que las cosas se olviden, porque una vez silenciadas, quizá, dejen de existir y ellos, y su conciencia, de tenerla, quede tranquila. En silencio. Por eso trabajos como el de Oppenheimer puedan ser discutibles, más la anterior que La mirada del silencio, pero lo cierto es que su existencia es necesaria. Incluso cuando al final la sensación sea más de fracaso que de victoria. Porque el cine, como vehículo redentor, parece no funcionar. Y sin embargo, llegados casi al final, Adi logra escuchar unas palabras de arrepentimiento y él logra expresar otras de perdón. Y eso sucede no por casualidad en dos personas generacionalmente alejadas de todo aquello. Quizá, el cine, algo ha conseguido. Como poco, dejar constancia de los rostros y de las palabras de los asesinos.

    Lo mejor: La existencia de una película que testimonie el horror.

    Lo peor: Que sus elementos más discutibles se impongan a su valor.

     

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