Repetición, infértil y sin entusiasmo, de lo ya acaecido en otras ocasiones, que se salva por el arte y mérito de su actor protagonista.
Si a Woody Allen le falla su escrito, si flaquea en su guión, entonces mata a la mitad de su criatura, se carga su pasión y esencia, elimina su encanto y atractivo, deja al espectador cojeando, triste y desamparado por lo endeble e insulso de lo observado, un anodino teatro existencialista donde el asesinato es remedio sano para la depresión, donde la pérdida de motivación por la vida, y de valores por su desganada realidad, toman coraje y vitalidad gracias al objetivo de jugar a transgredir la ley y no ser pillado, de ser rey y dios entre analfabetos ignorantes.
No es la primera vez que el director neoyorquino saca a colación el asesinato como salvación de la desidia, así como tampoco es novedoso el planteamiento del astuto azar y su rocambolesco modo de actuar y encajar las piezas -las cuales igual apuestan a favor que en contra-, en esta ocasión reforzado y decorado por un montón de teoría metafísica, que se expone gratuitamente para dar consistencia y potencia a su personaje, para resaltar y afianzar ese paso crucial desde el abandono y la desolación a la juventud de la ilusión, al respirar de la querencia, al empuje por existir y a la nueva perspectiva de proyectos por delante.
“Gran parte de la filosofía es una gran paja mental”, “hay que confiar en los instintos”, “hay que actuar en lugar de observar” y un montón de baratijas similares, para unos diálogos que carecen de la chispa e ingenio que es la característica habitual de su firma y estilo, en el agudo intercambio camunicativo, en la esperada fructífera e irónica charla ha perdido su fuerza y sabiduría, su poder y revestimiento seductor; ésta adormece, apenas revive o alimenta tu espíritu o mente, el comandante de su historia no provoca emoción o intriga, devoción o inquietud, es más, ni siquiera supone originalidad respecto otras creaciones anteriores de sus cintas, un conjunto insustancial, exiguo y poco nutritivo, decepcionante teniendo en cuenta quién firma la cinta; simplemente cumple con mínimos, en un producto mediocre, recopilación rumorea de previos ya vistos y de aportación muy pobre para con la audiencia.
Según una de las perlas, del melancólico y devastado profesor Abe Lucas -un excelente Joaquín Phoenix, respetado actor que siempre se vuelca al máximo en sus trabajos-, maestro de filosofía que ya no cree en nada ni por nadie se molesta, dice “Kant aduce que la humanidad se agobia por cosas que no entiende”, aparte de la cita indiscriminada de un cúmulo de autores más, al uso abusivo, para darle carisma y entereza a una sinopsis que, expresada en palabra recitada, en voz alta, carece de todo rastro de la misma, simpleza de refutación discursiva y expresiva para quien ni se ha esforzado ni se lo ha currado.
La muerte como alimento de la vida, la obsesión como despeje de la obstrucción creativa, la osadía de intervenir y solucionar como musa del inspirar, escribir y recitar, bla, bla, bla..., pero, en el fondo, únicamente hay un desfile de individuos poco apetentes, nada sugestivos, sin deseo por ellos y ni rastro de su peculiar mordacidad, de su talento labial, de su desparpajo andante, de su personalidad única e inolvidable; trivial mano a mano cuya partida no tiener fervor ni misterio, que ni incita ni alienta.
Ligera, pasajera, sin conflicto ni profundidad, se pasa por ella por imperativo categórico de ser fan confeso que espera mejore, esta evidente rebaja, en su próxima entrega; mantiene su don para la recreación, el vestuario, la música y la perfección detallista de las escenas, agradecido cuidado y esmero que se evapora al no dispensar su usual y esperada ocurrencia y agudeza en ese manuscrito, que debe ser su pilar firme de sustento.
Un hombre irracional, con la calculada lógica de su parte, cuya luz para resurgir y volver a la vida activa le lleva a enfrentarse con su yugo destino, tránsito del más venerable encaje a la más catastrófica locura que no supone un gran aliciente, más bien una desaborida desilusión, un pasivo desengaño por la escasez de empeño y propósito, por la familiaridad de lo observado y por la ausencia de ánimo y acicate para sentirse satisfecho y fascinado por ella, contrariedad que no anhela el alma, desencanto que golpea al corazón, más una razón que sigue a la espera de ese ansiado suculento alimento, que no llega.
Defrauda.