La emoción enmascarada
por Carlos ReviriegoQuizá toda película problemática puede endulzarse con algunas dosis de sentimentalismo, y será el jucio del espectador el que deba decidir si se ha sentido engañado, si cree que la película (o su director) ha sido honesta con él. La manipulación de las emociones obedece a ciertas reglas. Por problemático entendemos, por ejemplo, la enfermedad mortal y el suicidio. ¿De qué manera se aborda la historia de un hombre que ha decidido ahorrarse las desesperanzadas y dolorosas sesiones de quimioterapia en la fase terminal de un cáncer? Es la historia de Julián, un famoso actor de la escena (en la ficción y fuera de ella, interpretado por Ricardo Darín), que al principio de la película le advierte a su amigo de la infancia (intepretado por Javier Cámara) que no intente convencerle de lo contrario. Tomás ha viajado desde Toronto a Madrid para pasar cuatro días con su viejo amigo, con quien no se habla desde hace muchos años, con el objetivo precisamente de hacer lo que Julián no quiere que haga: convencerle de que a la muerte hay que pelearla hasta el final.
Hasta ahí la premisa argumental de Truman, bien sencilla y anunciada en los primeros minutos, que apenas se complica a lo largo del metraje y que se mantiene como el vector emocional y moral del film. Estamos invitados a convivir durante ese puñado de días con los dos amigos, Julián y Tomás, invitados a sentir el peso de una amistad inmune a la traición. Louis Malle dirigió en los sesenta una película, Fuego fatuo, que narraba el amargo itinerario de un hombre despidiéndose de sus amigos antes de suicidarse. En cierto momento, sobre todo cuando Julián coincide casualmente con el hombre a quien le robó su mujer (Eduard Fernández) y le pide perdón por ello, podemos pensar que estamos ante una versión contemporánea, española y menos grave, incluso cómica, de Fuego fatuo. Solo es un espejismo. A Cesc Gay también le interesan las despedidas definitivas (en ellas vuelca las emociones), pero lo que más le interesa es justificar a un personaje que no parece capaz de sentir nada ni por nadie ni por él mismo, un personaje al que supuestamente debemos admirar porque siempre va con la verdad por delante y no se esconde detrás de máscaras. Tampoco se esconde de la muerte.
Y entonces regresamos a la idea inicial: los temas problemáticos y las formas edulcoradas. Si les cuento que el relato busca redimir a su personaje con el amor hacia su perro (el que da título a la película, de hecho) y la devoción hacia un hijo al que apenas ve, concluiremos que con esos materiales se hacen los melodramas lacrimógenos y sentimentalistas. Y así es. Pero lo que hace especialmente interesante a Truman es que Cesc Gay, ese cronista de la soledad y las ansiedades urbanitas (que por primera vez sale de Barcelona para rodar en Madrid), trabaja el guion y las escenas con la inteligencia suficiente como para eludir las trampas emocionales, o al menos para enmascararlas y no hacerlas “tan” evidentes. El tono camina sobre un pepetuo drama que se quiebra en la comedia y viceversa, de manera que el calculado, simétrico y conclusivo guion (hay acaso más respuestas que preguntas) adquiere vida propia en las interpretaciones de Darín y Cámara. Quizá, en el cine de nuestros días, una película como Truman debe ser admirada no tanto por lo que consigue materializar sino por lo que logra evitar.
A favor: Las contradicciones internas de una película que, al final, consigue ser extraordinariamente eficaz en lo que busca.
En contra: La tendencia generalizada a conceder todo el peso de la película a las interpretaciones de dos grandes actores, y el peligro de que tanto Ricardo Darín como Javier Cámara se conviertan en caricaturas de sí mismos.