Un camino difícil de recorrer, por separado o juntos.
Cuesta recuperarse después de verla, cuesta digerirla en toda su cruel sinceridad y amarga realidad dolorida porque “si nosotros somos felices, él no existe”, sentencia demoledora y aplastante que parte de un corazón fallecido en vida, que late únicamente por empeño de unas arterias que no detienen su camino; vacío, devastación y sufrimiento como auto castigo para mantener vivo a quien ya se ha ido, impactante destrozo de quien está muerta por dentro/por fuera furiosa y aniquilada de tanta buena fe y palabras de consuelo que son una infamia para quien las oye en silencio pero, no escucha por mucho que se le insista y repita.
Porque “a veces no se necesita hablar, sólo estar” y esta magnífica, sensible y profunda película deja notoriedad de su imponente presencia física absorbida con delicadeza, resquemor y esa aguda inquietud que ralentiza el respirar y eclipsa el pensamiento de una razón aturdida, que te confirma, con sobriedad y entereza, que has hecho tuya la cinta, que con muy pocas frases, vocablos o movimientos de escena ha realizado una esmerada intervención quirúrgica en tus emociones y empatia.
Soberbia Elena Anaya, transparencia afligida de la mayor ruina y mezquindad que una madre puede soportar, esa pérdida accidental de un hijo que corroe, seca, arruina y mata lentamente hasta no dejar gota de esa memoria de un agua donde se vio, por última vez, al amado retoño tras un maldito descuido de treinta segundos, feroz tiempo perpetuo que por nunca avanzará/jamás retrocederá/siempre permanecerá y que, junto a su compañero en injusticia y culpa, un anulado y desorientado Benjamín Vicuña, digna pareja, de réplica intimista y mortífera, forman un dueto interesante, humano, piadoso, emotivo y asolado que sobrevive como puede ha hecho tan bárbaro y castastrófico.
Matías Bize realiza un loable trabajo que se respira a fuego lento, en sus eternos y vastos espacios de ausencia de lenguaje, pues la dureza de las escenas, la tensión de los cuerpos, la petrificada mirada y la lejanía de quien está presente en materia, pero a miles de millas en su gélida alma, no pide dicción, no solicita voz ni intercambio de lengua en alto, la pena, miseria y atrocidad les acompaña como esquelético fantasma que todo lo destruye, que todo lo arrasa.
Su guión es pureza delicada de impresionante alma grabada a través de un asfixiante martirio, que hechiza y sugestiona al espectador para llevarlo de la mano junto a ellos en su inevitable calvario; “vamos a salir juntos de esto” o “necesito estar lejos de ti” posturas de padecimiento que la audiencia debe hacer suyas mientras se infiltra, con toda su plena conmoción al descubierto, para desvelar hacia dónde caminará tan sometida pareja y cómo encararán el mal trago que la existencia les obliga a pasar.
No toma el camino fácil y cómodo de la tragedia, por deferencia a unos personajes cuidados con tacto, inteligencia y conocimiento de lo pretendido y a dónde se quiere llegar; la concurrencia lo agradece y aplaude con su simbiosis y asimilación exquisita de la situación vista; les conoces con gusto, les sufres con apetencia, emotividad íntegra que ahonda en el verdadero núcleo de la cuestión y deja fuera las nimiedades baratas, y al uso de recurso tentativo, para rellenar cuando no se posee contenido significativo.
No es el caso, late sola sin necesidad de ayuda excepto esa emocional y afectiva dirección y escritura que convencen a un público entregado, satisfecho y aún convaleciente de tan castigada sesión anímica.
Esperanza o desasosiego, recuperación o nulidad, observa su espléndida fotografía, siente su pausado aliento, escucha su vestida música, acaricia cada áspero segundo y saborea todo su conjunto con ese acibarado placer que agria y deleita por igual, sin esperarlo.
Le gustaba la nieve y construir cosas con las manos, era Pedro, cuatro años, lo más hermoso e inocente del mundo, en la memoria de sus padres por siempre, con agua o sin ella.
Lo mejor; su humanidad palpable
Lo peor; no lograr absorber su pureza sensible.
Nota 6,5