Aprende a escribir en mil sencillos primeros traumas
por Alejandro G.CalvoLo primero que habría que decir de Taller Capuchoc es que es una película mutante. Y no, no es una metáfora sobre cómo el palimpsesto de conceptos volcados en la misma -casi una lasaña de terrores mundanos tan afines a la creación artística como a la supervivencia como animal, o como bestia, si se prefiere- puede adquirir todo tipo de significados y meta-reflexiones una vez uno va separando las distintas capas que dominan en la obra. Aunque también. Si decimos que la segunda película de Carlo Padial es un obra mutante es porque, y siempre fiándonos de su palabra, en cada proyección del film hasta la fecha se ha enseñado un metraje distinto (ligeramente, se entiende). Y el cineasta, como un Heisenberg moderno -el científico, no el protagonista de Breaking Bad- en función de las reacciones del público (y de su propia voluntad experimental), va remodelando la obra -uno de los actores contó que iba a rodar nuevas escenas la semana siguiente del pase al que este cronista asistió-, creando nuevas formas para un film que, de por sí, ya es una barbaridad estética incólume, mezcla del cine indie de los 70 -está Cassavetes, pero también el DePalma enloquecido de ¡Hola mamá!-, la pesadilla underground del Lynch de Cabeza borradora, la agresión audiovisual de la mini serie Go, Ibiza, Go! del propio Padial y el humor sostenido en el vacío histérico, la Zona Negativa de los 4F en clave de poshumor, de los Ultrashows de Miguel Noguera (que por algo es el protagonista de la cinta).
De hecho el primer gag del film es perfectamente asimilable a los micro-dislates de Noguera. En él, un escritor sin éxito, se ve en la encrucijada de no poder sacar dinero del cajero al solo tener 5 euros en la cuenta. Es el abismo de la pobreza del intelectual moderno: alguien que desprecia la estupidez endémica de la sociedad contemporánea deberá comportarse como un paria al ridiculizarse en la sucursal bancaria de turno para poder extraer dicha mísera cantidad de efectivo. Obligado a dar un taller literario a una serie de jóvenes sociópatas sin ningún talento –y muchas taras cerebrales-, la excusa le sirve a Padial para subvertir un retrato de la sociedad contemporánea a modo de horror vacui lisérgico. No anda lejos del absurdo cotidiano de la soberbia Gente en sitios de Juan Cavestany, con la salvedad que en Taller Capuchoc el exabrupto funciona como una soga al cuello del espectador. Aquí uno no puede reírse de los desesperados actos que se muestran en pantalla, puesto que es tal la ruindad del mundo retratado que la cinta acaba por avocarse a un terror logarítmico del que es imposible escapar. Si en su anterior obra, la tronchante Mi loco erasmus, Padial retrataba la creación artística como un absurdo contingente de todo tipo de locuras destinadas a buscar el reverso de la pretendida belleza que habita en el arte, en Taller Capuchoc la finalidad es erradicar cualquier tipo de esperanza respecto a la realización de cualquier acto humano. En un mundo poblado por gente absurda con ideas absurdas y actitudes absurdas, al hombre sensible sólo le queda encerrarse en casa con las persianas bajadas y tirado en el suelo en posición fetal esperar a que los días pasen sin recibir más agresiones.
Y ahora, citamos a Proust: “Con el gran mundo ocurre como con la inclinación sexual: no se sabe hasta qué perversiones puede llegar una vez que se ha dejado la elección a las razones estéticas”. Noguera, cual mutante metamorfo, se convierte en Padial para arrojar sobre el mundo una mirada desesperada de la que nadie sale indemne: escritores, estudiantes, editores y gente moderna (de Barcelona), en general. Todo ello lanzado al vacío a modo de bucle infinito del absurdo humano que acaba por convertirse en el primer agujero negro cinematográfico del año.
A favor: El futuro Blu-Ray con las 27 versiones alternativas de la obra. A Gilles Deleuze le explotaría la cabeza.
En contra: Que su estreno sea tan mínimo (unas pocas sesiones aisladas en Madrid y Barcelona).