Flamante e inflamable, “Baby Driver” transporta genuina originalidad e incombustibilidad narrativa
En un periodo cinematográfico en donde los vanguardismos brillan por su ausencia y los escasos que salen a la luz son dilapidados por producciones sumamente bombásticas, el director Edgar Wright irrumpe en este desértico panorama audiovisual con un oasis fílmico que se dirige, a toda velocidad, a la cúspide, corridos únicamente los primeros dos minutos.
Imagine usted un ininterrumpido estertor sibilante en el odio las 24 horas al día, los ocho días de la semana, bronco, insufrible. A estos fenómenos perceptivos se les conocen bajo el nombre de Tinnitus, un síntoma irrevocable raíz de inconvenientes auditivos. El 90% de la población mundial ha experimentado o experimentará, siquiera una vez los molestos zumbidos, sin embargo, nadie los solucionara con tanto aticismo y rebeldía como Baby (Ansel Elgort), un aprendiz del crimen. Al encontrar en el arte de las musas, de preferencia añejo, un escape espiritual de la salmodia que lo remolca hasta una horrorosa infancia enturbiada por el velo de la muerte, el mancebo hombre se halla sumergido en los negocios negros de Doc (Kevin Spacey), un rapaz y cleptomaniaco fraguador de robos, desprovisto de escrúpulos, que lo ha adoptado como amuleto de buena suerte en cada uno de sus prolijos hurtos, dándole el chance de subsanar ciertos inconvenientes monetarios a través de un pacto laboral como forma de pago, no obstante, el destino no permitirá que Baby encienda las luces estacionarias de su vida, exigiéndole acelerar hasta el pico de la locura rebasando, sensiblemente, una combinación de apacibles sonidos y violentos silencios.
Escrita y dirigida por el mismo sujeto, este pluriempleado ingles sobrecoge con su más reciente y señera incursión dentro del campo del thriller de acción, luego de haber ensamblado una subliminal trilogía cómica con la ayuda de la dupla actoral compuesta por Simon Pegg y Nick Frost. Concurriendo por los más altos estándares del cine de entretenimiento actual, el largometraje hace uso máximo de las herramientas proponiendo un producto de calidad que se apoya en asideros que le permite desdeñar sus restricciones y abrazar sus ambiciones.
Como una veneración al cine heist, Jon Spencer Blues Explosion da la bienvenida, con un explosivo punk blues, a la vorágine circunstancial acaecida al protagonista, emplazando al espectador en mitad del meollo desde la apertura, ubicándonos alternativamente dentro y fuera de un fastuoso coche rojo, con el cual se simboliza la recia, intrigante y frenética pista por el que tendrá que pilotar el personaje principal. Sin duda alguna, el filme abarca y opera, con un primor impresionante, un conjunto de jugosos componentes que le capacitan para hacer y ser tremenda hazaña: una trepidante y arrebatadora carrera estilística (sin regreso) con destino a una ruda maduración personal, una despertar potenciado, a todo tren, por la música, o más bien, por la buena música. Steven Price, ganador de un Premio de la Academia por sus estremecedoras composiciones para la cinta de Alfonso Cuarón “Gravity”, orquesta y engrana, junto al amplio departamento de sonido, tanto las partituras creadas como las canciones ultra-populares (las cuales monopolizan más del 80% del metraje) con la más acertada pericia a lo largo de toda la historia, son ellas los neumáticos del filme, ellas llevan de la mano los giros en la trama, una homología al trabajo de Gunn con “Guardians of the Galaxy”, solo que en una atmosfera un poco más terrenal. Barajando iconos como James Brown, Boga, Ennio Morricone o T-REX, el explosivo, nostálgico y funcional soundtrack se desliza a buena marcha por entre más de cuarenta hits de siglos pasados que hacen de las delicias de cualquier empedernido nerd musical y de cualquier comensal que se involucra en los eventos, un ilustre repertorio que presiona el gatillo para que el filme salga pitado.
El apartado visual del largometraje es sencillamente magistral, glorificando fotogramas que sintetizan los más bellos atributos del cuadro. La cámara de Bill Pope emana magia desde la escena de apertura; los ángulos insospechados, enfoques inteligentes y juegos fotográficos vanguardistas llevan la preconcepción del típico y teatral crimen estadounidense a otro nivel, uno de difícil alcance. Justin O'Neal Miller, Marcus Rowland y Nigel Churcher engalanan escenarios a simple vista limitados de potencial artístico: una conservadora cafetería, un grisáceo cuartel de reuniones, un aparcadero urbano o deprimentes entidades bancarias. Estas en secciones claves dentro del relato, apoyándose en matices, colores, contrastes e inteligentes trucos visuales que, junto a la cinematografía de Pope y la labor de Courtney Hoffman en el diseño de los atavíos, conciben un largometraje de alto octanaje en parámetros generales y específicos. Para cerrar los halagos, no podría faltar el alma del metraje, magnificada por la faena de Jonathan Amos y Paul Machliss en la sala de edición, trabajo fundamental para el resultado técnico y creativo, el cual debe considerarse como una de los mejores incursiones dentro del género de lo que va del siglo. Cada una de las características anteriormente señaladas son dependientes, por ende funcionan tal como un intrincado reloj suizo, un reloj marca Edgar Wright.
Intérpretes e historia se funden en uno solo. Sin la excelsitud de uno no existe la excelencia del otro. Rodeándose de un cast de auténtico lujo, la trama no pierde el foco y presenta lo que desea; aquí las escenas de acción no tienen meros fines de entretención, aquí estas son fichas de ajedrez que direccionan conjuntamente el futuro de Baby, el protagonista. El modo en que articula las circunstancias puede resultar contraproducente, al armar un puzzle interactivo que no exige un alto grado de atención por parte de la audiencia, puesto que se toma ciertas licencias desembrollando algunas incógnitas claves del metraje, uno de los cuasi inexistentes puntos en contra. “The Fast & the Furious” abandera el universo fílmico automovilístico, las demandadas cintas de acción son lideradas por los titanes de DC Comics y Marvel Studios, el género thriller se nutre de periódicas extrañezas independientes y las comedias se ven gobernadas por las risibles ideas de los grandes estudios, entonces ¿cómo consigue “Baby Driver” abarcar y ejecutar perfectamente cada uno de estos géneros sin caer en el clásico homenaje o la vergonzosa reproducción? Pues, la respuesta está en el acertado manejo narrativo. Es prácticamente imposible que un filme actual no tenga reminiscencias a otros previos, e incluso este no se salva, sin embargo, la manera de intercalar sorpresas, tristezas y giros es inteligente y súbita, distribuyéndolos con naturalidad gracias al excelente bosquejo del guion narrativo, un autentica proeza del siglo XXI. Belleza, masculinidad, garbo y fibra posee el equipo actoral que tiene como cabeza al DJ y actor Ansel Elgort. Las actuaciones son inmejorables, algo que ya de antemano era predecible al contar con un coral reparto de primer grado, todos tienen chance de sobrecoger y alcanzar, por lo menos, unos cuantos segundos de gloria, no obstante, el actor principal, Hamm, James y Spacey son quienes congelan la pantalla con sus alucinantes interpretaciones, las cuales conducen este loco carruaje, las cuales se llevan los más grandes elogios.
“Thank you very much, ladies and gentlemen, right now I got to tell you about the fabulous, most groovy” largometraje de acción, crimen y thriller del año. Wright apuesta fuerte con una de las propuestas más frescas, originales y potenciales dentro del thriller/crimen de lo que va del siglo. Siendo el pico de la cornisa su magno tercer acto, los márgenes de error son ápices frente al sublime trabajo, una obra contemporánea con nostálgicas y añejas referencias por parte de un Hollywood que paso a paso se reivindica; una experiencia que debe ser visualizada por cuan mínimo fanático cinemático sediento de velocidad, comedia, drama y muchos, muchos geniales giros de tuerca. Complejamente impresionante, a lo mejor, el mejor crimen es el realizado por Edgar Wright, un maestro de enormes magnitudes.