De lobezno a lobo, en un único disparo.
No iba con mucho ánimo a verla, de hecho mi intención era abandonar su visión a la mínima que no me sedujera ésta pero, para grata sorpresa me he quedado, con demostrado interés y ganas, toda la película.
Y es que sólo el inmenso, majestuoso y veraz paisaje ya te hipnotiza y enamora, ese vasto desierto de arena seca y tórrido rojo perpetuo, sol juzgador de noche estrellada, fantástica azulada oscuridad que despierta a la luz de esa solemne respiración de una tribal forma de vida que protege sus costumbres y es fiel a sus dictámenes; las enseñanzas de la tribu, el respeto progenitor, la solidez del compañero, la palabra de los mayores, esa cordial bienvenida al extraño visitante a quien se acoge como hermano y se ayuda como peregrino; no se duda, se le ofrecen manjares, no se vacila, se le presta la ayuda requerida, sin plantear los conflictos ni problemas del viaje.
“El fuerte se come al débil”, aunque éste parezca indefenso y perdido, golpeado por el error paga caro las imprudencias de sus actos; solitario y desamparado, el diablo le tiende una mano amiga que, dada las circunstancias, no cabe rechazar, aunque tampoco perder de vista con sigilo pues no deja de ser un asesino, cuya necesidad inmediata transforma su contrabandista ejercicio en compañero servicial, al tiempo que ladrón embustero.
Su imagen te cautiva, sus silencios te atrapan, su mirada te impregna, todo expuesto a paso ralentizado de pocas palabras/abundante observación pues manda el trabajo, no importa que no se sepa qué les depare, se honra al padre, se obedece al consejo; no hay rebeldía, no hay cuestionamiento, únicamente oficio de sabiduría de años de herencia que se convierten en un abandono lento y moribundo de quien, aún no crecido, deberá sobrevivir al destino y elegir bien sus decisiones a través del escrutinio, el riesgo y el análisis de su curioseo.
Beduinos nómadas, en el desierto jordano, a principios del siglo XX, un niño que no conoce de disputas políticas ni sociales como enfoque de andadura y, la hermandad y los lazos de la comunidad como protección y abrazo que aportan conocimiento y seguridad de camino, hasta la llegada de ese exterior que lo cambia todo y perturba la paz de sus días, sin fechas ni horas conocidas.
Escrupuloso y complaciente realismo para plasmar esa hospitalidad de la tierra que lo embarca en una fatal aventura de consecuencias desastrosas; timidez y valentía, profundidad y ternura en la clarividente expresividad de Jacid Eid que expone, con sinceridad magnífica, ese obligado paso de la cariñosa infancia a la madurez amarga, amparado por esa calidez devastadora de una fotografía inmensa de dureza física por el día/pasión enamorada por las noches.
Metáfora de contrastes entre la fiabilidad del hábito y el peligro de lo desconocido, entre la inquietud por saber y el conflicto por lo sabido; “un lobo engendra otro lobo”, y Naji Abu Nowar tiene claro como quiere plasmar y explotar dicho nacimiento; historia pausada, realizada con gran rigor, de inhóspitos espacios abiertos, brillante drama crepuscular donde el western se impregna del ardiente escenario intimista que ofrece todo su portento, como la mejor arma visual de toda la cinta, junto con los ojos honestos e indagadores de su protagonista.
El burro de hierro alterará la tranquilidad y forma de vida de toda la región, y el pequeño Theeb, sin conocer las profundidades del mar rojo e intentando acoger al visitante y estar al lado del justo, aprenderá a no fiarse de lobo, pues éste no estará a su vera cuando se enfrente a la muerte.
Con su subliminal exposición y la sencillez de la época, sobrecoge y sugestiona al fascinado vidente de hoy.
Lo mejor; su fotografía y protagonista, su excelsa veracidad, su exquisitez descriptiva.
Lo peor; no tener paciencia para degustar el placer de su pausada compañía, sin horas ni tiempo.
Nota 6,8