Más acá de la duda
por Carlos LosillaLos rótulos finales dejan claro que esta es una película de mensaje, un artefacto discursivo que quiere poner en cuestión el llamado “error de procedimiento”, una ley según la cual basta recurrir a un pequeño tecnicismo para que peligrosos criminales puedan quedar en libertad. En este caso el espectador debe ponerse en la piel de Luc Segers (Koen De Bouw), honrado ejecutivo y padre de familia que pierde a mujer e hija en una sola noche, la primera golpeada hasta la muerte, la segunda atropellada cuando acudía al lugar de los hechos. El asesino, un tal Kenny De Groot (Hendrick Aerts), es puesto en libertad porque falta la firma de un magistrado en el acta de acusación, y ello llevará al enloquecido Segers a tomarse la justicia por su mano. Si en lugar de Bélgica se tratara de Estados Unidos, quizá hubiéramos visto a Nicolas Cage elaborando una sofisticada venganza culminada por un baño de sangre. Aquí, por el contrario, la segunda parte la ocupa un dilatado juicio a través del cual la película intenta ser imparcial sin conseguirlo. Al fin y al cabo, los sentimientos son los sentimientos, y mientras se nos obliga a estar todo el tiempo al lado del pobre Segers, el misterioso De Groot solo merece una glosa por parte de una fiscal no demasiado fiable.
En cualquier caso, eso da una idea del tratamiento que el realizador Jan Verheyen utiliza para doblegar su material. La primera secuencia traslada con todo lujo de detalles el modo en que De Groot se ensaña con la señora Segers, y un plano cenital describe ampliamente la muerte de la niña bajo las ruedas de un automóvil anónimo. En cambio, una civilizada elipsis escamotea la venganza del esposo-padre atribulado y, por mucho que a lo largo del juicio aparezcan flashbacks a modo de destellos, nunca se restituye el clima de obsesión que la rodea. Para tratarse de una película sobre emociones y reacciones súbitas, sobre el enfrentamiento entre la capa de civilización que nos recubre y el salvaje que todos llevamos dentro, El veredicto es extremadamente fría, demasiado educada, fiel en exceso a la paleta de colores metálicos que domina su estética. Nada se sale de los planes prefijados, todo es civilizadamente aburrido, y la distancia que toma Verheyen respecto de las imágenes que aborda es tal que todo pierde intensidad a medida que sucede, sin ganar tampoco en profundidad dialéctica.
Alguien como Fritz Lang o Alfred Hitchcock hubiera podido sacar evidente partido de las contradicciones que se dirimen en esta película: las insuficiencias del sistema judicial, la ambigüedad de la naturaleza humana, la culpa y la duda… Verheyen, por el contrario, ni siquiera se muestra como un carpintero eficaz, y no solo elude sistemáticamente su responsabilidad, sino que va desentendiéndose poco a poco de sus propias imágenes. Únicamente así se entiende que una película que debería haber tratado de personas y de actos, y de sus ambigüedades, que lo tenía todo para abordar matices y complejidades, termine siendo una función de marionetas tan superficial e inocua que ni siquiera puede aportar su estilo glacial y contenido como una virtud, como demostración de una supuesta imparcialidad que asoma pero nunca comparece del todo.
A favor: No se recrea en el sensacionalismo; bueno, de hecho no se recrea en nada.
En contra: No sabe utilizar la distancia como estilo; bueno, de hecho no sabe utilizar nada como nada.