Retrato de una dama (o no)
por Carlos LosillaEmpecemos por el principio: Rita Azevedo Gomes es lo que se llama "una gran desconocida" en España. ¿Por qué? Pues porque aun siendo una de las más importantes cineastas portuguesas, una de las más atrevidas directoras de cine europeas (y aquí incluyo también a los directores), nunca jamás se ha estrenado una sola de sus películas en este país. Y eso que en ese paquete se incluyen trabajos tan importantes como Frágil como o mundo (2002), uno de los hitos indiscutibles del cine de principios de este siglo. En fin, que cada uno saque sus propias conclusiones. Lo que más importa ahora es que su último largo hasta el momento, La venganza de una mujer (2012), se ha desempolvado gracias a la iniciativa de una pequeña distribuidora y podemos gozar de él en nuestras carteleras, cada vez más rancias y paupérrimas. Habrá que aprovechar la oportunidad, digo yo.
Y no me digan que el aroma que desprende la película les recuerda demasiado al cine de Manoel de Oliveira, sea para bien o para mal. Eso es cierto, claro está, pero también lo es que detrás de ese tópico se oculta toda una visión de las relaciones entre literatura y cine que zanjaría cualquier debate al respecto con absoluta rotundidad: en efecto, adaptar una obra literaria clásica al cine no es respetar el texto, ni poner pelucones a los actores, ni lograr una fotografía "bonita", ni conseguir una buena "ambientación de época"… Se trata, más que nada, de establecer un diálogo entre un lenguaje y otro, de conseguir que el encuentro dé lugar a algo que no reniegue del origen del material y tampoco renuncie a construir imágenes contemporáneas, capaces de tratar de tú a tú al (casi siempre) respetable texto original. Eso ya puede verse en las películas de Jean Renoir de los años 30, pero también en las de George Cukor de la misma época, y luego en Eric Rohmer, en Jacques Rivette, en Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet, en Joseph L. Mankiewicz, hasta llegar últimamente a Paul Thomas Anderson o Terence Davies, por poner unos pocos ejemplos. Sea como fuere, La venganza de una mujer se enfrenta a un cuento del francés Barbey D’Aureyvilly y lo convierte en un objeto polivalente: se trata a la vez de un comentario de la obra original, de una puesta al día social y política, y de un experimento estético que lo toma como punto de partida para volar hacia otros territorios cercanos a determinadas vanguardias contemporáneas.
Pero no teman, pues todo eso no significa lo que quizá se estén imaginando como "aburrimiento" o "tostón", palabras, por cierto, cuya función en nuestro vocabulario cinéfilo deberíamos revisar. Por ahora digamos que el tratamiento que Rita Azevedo Gomes aplica al cuento original puede ser calificado de cualquier cosa menos de "convencional". La película empieza con un narrador externo presentando a Roberto, un dandi portugués que acaba de llegar de un viaje por el extranjero y se siente extraño en su propio país, sobre todo en las soporíferas reuniones sociales a las que asiste. Estamos en el teatro, vemos las bambalinas y a un señor que nos explica la historia. Pero luego empezamos a ver, claro está, esa historia en imágenes. Y no precisamente imágenes falsas, esas reconstrucciones falaces del cine "histórico" y "literario" habitual, sino imágenes que nos hacen conscientes de que estamos viendo una obra literaria pasada por el filtro del cine: decorados artificiales, figurantes que vagan de un sitio a otro como espectros, es decir, todo un universo que nos está diciendo que eso no es la realidad, que solo es lo que podemos hacer hoy día con un texto literario decimonónico sin falsearlo, sin ofrecerlo al espectador como si todo estuviera ocurriendo ahora mismo. No, ocurrió en su momento, se contó de una manera concreta, y eso es lo que hay que hacer visible.
Sin embargo, aún hay más, y es lo mejor. La película da un giro a la media hora, cuando Roberto conoce por casualidad a una prostituta que en realidad no es tal, sino una mujer misteriosa que le explicará su historia en una larga noche de conversación y confesiones, como si se tratara de otra película dentro de la película. Y alrededor de esa secuencia inolvidable, de un tratamiento formal riguroso y a la vez deslumbrante, Azevedo Gomes organiza un universo que va de la realidad al sueño sin transiciones, que mezcla pasado y presente sin salir de una habitación, que introduce al espectador en un escenario múltiple que es a la vez aquel en el que ocurrieron los hechos que cuenta la cortesana, aquel en el que se lo está narrando a Roberto y ese otro, inevitable, en el que nosotros lo recibimos como espectadores y lo aplicamos a nuestra realidad: ahí, en ese momento, La venganza de una mujer se convierte igualmente en una reflexión feminista sobre el rol de la mujer no solo en las relaciones sentimentales, sino también en el modo en que se cuentan y se difunden, en la manera en que se convierten en relato.
Se podría decir, entonces, que la película va de la artificiosidad del principio a la del final, de nuevo con Roberto en otra recepción social, pero que esa pieza central lo cambia todo: su estética, a medio camino entre Oliveira y David Lynch, simultáneamente un melodrama depurado y una película de terror, de luces y sombras, de colores saturados y experimentos lumínicos, deja ver la falsedad de las apariencias y aquello de lo que es capaz el cine, es decir, traspasarlas para darnos a ver algo que nunca habíamos visto. Cada película que consigue eso es un milagro. Y La venganza de una mujer nos obliga a salir del cine con la cabeza baja y las orejas gachas: nunca habríamos sospechado que el arte de las imágenes en movimiento fuera capaz de eso. O por lo menos no lo habíamos experimentado, últimamente, con tal intensidad.
A favor: el modo en que se presenta a la vez como una película en sí misma inmaculada y una reflexión sobre lo que debería ser la adaptación cinematográfica de una obra literaria.
En contra: que no pueda encontrar su público, o mejor, que su público no la pueda encontrar.