Un agujero oscuro
por Quim CasasEl chileno Pablo Larraín prosigue con su exploración de las miserias políticas, ideológicas y sociales de su país. Tras analizar la dictadura de Pinochet en películas como Tony Manero, Post Morten y No, la emprende ahora con los abusos sexuales perpetrados por la clase eclesiástica. Mezcla de cine de guerrilla y relato fracturado, de panfleto y manifiesto, de rabia y furor, El club hace de la palabra (alocada, frenética, balbuciente, incoherente) y de los encuadres claustrofóbicos en espacios no especialmente reducidos, sus mejores armas expresivas.
El club que da título al filme es una casa en las afueras de una ciudad costera en la que los responsables eclesiásticos tienen recluidos a cuatro sacerdotes pedófilos. La Iglesia enmascara, no afronta el verdadero problema. Esconde sus taras y lacras en una casa vigilada por una mujer cuyo carácter también pende de un pasado traumático. Los curas confinados han abusado de su poder para sodomizar y eyacular en la boca de los niños, como se dice en varios momentos de la película.
Todo es así de gráfico en El club, sobre todo a partir del momento en que entra en escena un joven que tan solo busca respuestas. Es lo que es porque sufrió los abusos de un quinto sacerdote que acaba de instalarse en la casa. Lo expresa de manera desarticulada: movimientos bamboleantes, palabras que parecen extrañas y descoyuntadas rimas tal y como él las dice, reproducción oral de todo aquello que sufrió en manos del sacerdote (verbalización extrema de un trauma físico y emocional), ecos nada difusos de un pasado que nunca será superado.
Así funciona El club, con la sensación de que todos los personajes, tanto los curas recluidos como una de sus inocentes víctimas, están abocados a ese agujero oscuro del que no se puede salir. Pase lo que pase. Y pasan muchas cosas, algunas de ellas extremadamente violentas y que tienen que ver con la pasión por las carreras de galgos que se realizan en la localidad, y a la que uno de los curas, el encarnado por el actor habitual de Larraín, Alfredo Castro, dedica prácticamente todo su tiempo. Quizá sea más sugerente Tony Manero o Post Morten, pero el carácter epidérmico de El club, nuevo en el cineasta, tiene un efecto inmediato del que es difícil sustraerse.
A favor: todos los actores y la métrica imparable y malrollera de sus diálogos.
En contra: quizá el discurso del filme sea demasiado evidente.