Desmadre y las americanas
por Marcos GandíaNicholas Stoller, uno más entre los cronistas de la inmadurez que configuran la guardia de korps de la nueva comedia USA, había tratado hasta la fecha (que es la del estreno de Malditos vecinos) con el bromance. La amistad masculina como una de esas periferias del peterpanismo inherente al treintañero, personaje clave en esta corriente cómica (social, generacional, testimonial e incluso de trasfondo dramático) que luego irá quemando etapas para adentrarse en los estimulantes cotos de Judd Apatow o Adam Sandler. Stoller se ciñó, con una abnegación más digna de fan que de simple asalariado, al esquema de la película de fraternidades universitarias destroyer, iniciada por John Landis en Desmadre a la americana, dándolo todo en su guerra sin cuartel e in crescendo entre unos descerebrados estudiantes y sus ya en la edad madura vecinos, casados, con hijo y en plena mímesis con el stablishment. Subyacía la idea (todavía vigente en esta divertida y adecuadamente salvaje secuela, esta vez más focalizada en el personaje de la esposa embarazada, sufriendo con envidia el alarde de libertinaje de sus universitarias vecinas) en esos Malditos vecinos del espejo y de la añoranza de la adolescencia perdida. Del paraíso perdido de la juventud que ya pasó y no se puede recuperar; que es imposible reproducir de nuevo desde la barriga cervecera y el polvo canónico del sábado noche.
El paraíso perdido se transforma en Malditos vecinos 2 en un infierno descacharrante. Esas outsiders universitarias novatas y su hermandad en la que no existen reglas representan y materializan dos miedos eminentemente masculinos (y de quien es padre): la furia femenina y la emasculación como destino final. Versión gamberra de El hombre de mimbre, clásico del terror cotidiano y misógino/feminista, el film de Nicholas Stoller (pero bastante más de su protagonista masculino y co-guionista, Seth Rogen) hace del hombre el blanco del ímpetu uterino desaforado, su víctima propiciatoria. Todos y cada uno de los tabúes que sobrevuelan la relación hombres y mujeres, y que muchos procuran no tocar, son utilizados como arma arrojadiza, en ocasiones de manera literal (los tampones). El slapstick y los recursos de la comedia física al servicio de una guerra de sexos donde el sexo, biológicamente incluso, es el gag. Es en este sentido de pesadilla masculina en el que se mueve con mayor virulencia, acierto y comodidad el film. El embarazo incluso le da un inesperado toque no solamente de La semilla del diablo, sino de À l'interieur y de ¿Quién puede matar a un niño?, cortesía, por supuesto, de Seth Rogen y de su compinche Evan Goldberg (son dos enfermos del cine fantástico y de terror), dos más entre sus ¡siete! guionistas acreditados. Sin embargo, la comedia, más en el caso de una continuación (que no ha terminado de funcionar en su mercado natural y nacional estadounidense), no puede permitirse a veces tanto extremismo y Malditos vecinos 2 parece conformarse con repetir el esquema y desarrollo de su precedente pero teniendo a chicas en vez de a chicos, aunque por la mayoría de su comportamiento cafre no hay distinciones de género. Casa endemoniada y poseída por diablesas y por infinidad de guiños a todos los clásicos básicos de la comedia universitaria gamberra, la hermandad que Nicholas Stoller construye para destruirla con un brindis a Buster Keaton le deja un resquicio para retomar su marca autoral: el bromance. Es aquí Zac Efron, enemigo en la primera película, quien asumirá junto a Rogen el peso bromántico del film. Y encima Efron, de cuyo sentido del humor, autoparodia y falta de sentido del ridículo ya habíamos tenido constancia, toma las riendas en el asunto y le ajusta las cuentas (supongo que con cariño) a su despegue mediático y en la fama dentro de la Disney y del kitsch universo estudiantil de High School Musical.
A favor: su catálogo de escatológica artillería basada en la higiene íntima femenina.
En contra: a ratos es intercambiable con su precedente.