Cosas de chicos
por Gerard CasauHará cosa de un par de años, Joel Edgerton se encontraba en su casa. Era viernes y empezaba a anochecer, pero al actor no le apetecía ir a ninguna fiesta, pues había tenido una semana muy ajetreada, y al día siguiente quería empezar a leer el último guión que le había enviado su agente. Así que en lugar de socializar con sus colegas, sacó una cerveza del frigorífico, encargó algo de comida china, y se acomodó en el sofá, buscando alguna cosa que ver en Netflix. “Hace siglos que no veo un buen thriller”, pensó. Y en esa categoría, le llamaron la atención sendos títulos, producidos en la otra punta del globo, casi tan lejos como su Australia natal. Uno era un film surcoreano llamado OldBoy; el otro era español, se titulaba Mientras duermes, y en su póster aparecía un actor de mirada penetrante -“¿Ese tío no salía en Corrupción en Miami?”-. Decidido, ese sería el programa doble de su velada.
Aquella noche, Joel Edgerton no pudo conciliar el sueño. En parte, porque las películas que acababa de ver le habían inquietado profundamente. Pero, sobre todo, porque esa perturbación estaba arraigando en su mente de otra forma, generando el deseo de contar una historia. Ya había escrito algún guión con anterioridad, pero en esta ocasión quería algo más. Necesitaba estar no solo ante la cámara, sino también detrás de ella, algo que solo se había atrevido hacer en un par de modestos cortos, hacía algunos años. A la mañana siguiente, el libreto que supuestamente debía leer siguió cogiendo polvo, pues Joel se encontraba frente a su portátil, con una hoja (virtual) en blanco frente a sus ojos. Aún indeciso de cómo seguiría, tecleó dos palabras: “The Gift”.
La escena anterior es, huelga decirlo, absolutamente ficticia, pero puede servir como punto de partida para imaginar cómo germinó en Joel Edgerton el concepto que acabaría desembocando en su ópera prima. No es que El regalo se inspire explícitamente las películas de Park Chan-wook y Jaume Balagueró (tampoco el director parece haberlas citado en ningún momento como referentes), pero la superposición de ambas propuestas nos lleva a un terreno muy cercano a los temas que trata el film que nos ocupa: de OldBoy, El regalo recogería la idea del pasado como una ola funesta que descarga contra el presente de un personaje (en ese sentido, otra posible ancla sería el Caché de Michael Haneke). Y de Mientras duermes, el pánico primordial de que nuestro hogar, y nuestra intimidad, sean violados sin que nos demos cuenta.
En lo que concierne a la historia, Edgerton prefiere manejar pocos elementos; apenas un puñado de escenarios y tres personajes principales: Simon (Jason Bateman) y Robyn (Rebecca Hall) son un matrimonio que acaba de mudarse a Los Ángeles, siguiendo la nueva y prometedora posición laboral del marido. Comprando enseres para su nueva casa, se encuentran a Gordo (Edgerton), antiguo compañero de instituto de Simon, al que insiste para reunirse nuevamente y ponerse al día. Las apariciones y visitas de Gordo se van haciendo cada vez más frecuentes, y a pesar de su extrema amabilidad, y de los numerosos regalos con que obsequia a la pareja, Simon no puede evitar sentirse incómodo con él. Quizá por el comportamiento algo excéntrico de su “amigo”, a quien la vida no parece haber sonreído de la misma manera que a él; o quizá porque entre ambos hay una cuenta pendiente, que Gordo no ha llegado a olvidar...
El regalo es, qué duda cabe, una película concebida principalmente durante su escritura, donde ya debía hacerse evidente cuáles serían las notas fuertes de la obra. Pero Joel Edgerton es lo suficientemente inteligente, y tiene suficiente instinto dirigiendo, como para no confiarlo todo al ingenio del guion. Lo demuestra al dotar el film de una fuerte dimensión espacial: la casa en que viven Simon y Robyn es estilizada, pero también vulnerable; diáfana y acristalada, se abre a la intrusión e impide el secreto. Y también destaca a la hora de manejar la empatía del espectador, que solo puede acompañar a la comprensiva mirada de Rebecca Hall; aunque Robyn, por exigencias de la historia, deba quedar apartada de algunos sucesos clave y de la tensión entre los dos personajes masculinos. Ni Simon es un héroe positivo, ni Gordo un villano carismático. Edgerton lo encarna sin tics ni excesos, echando sombras sobre cuánto hay realmente de artimaña inteligente en sus subrayados de patetismos, y ausentándose de la pantalla el tiempo suficiente para dejar que Bateman se revele a sí mismo como una criatura depredadora que parece sentir repulsa por aquellos que identifica como débiles y perdedores; o por quienes, sencillamente, no han querido participar en una escalada social lograda a base de difamaciones maliciosas. Es alguien acostumbrado a dejar las cosas atrás; por eso le inquieta que su antiguo compañero, anclado en una etapa anterior, quiera arrastrarlo al pasado, y juzgarlo en base a lo que allí sucedió.
El obsequio envenenado que recibe Simon recibe de Gordo (envuelto en un paquete que, ahora sí, recuerda inequívocamente al que abría el sufrido Choi Min-sik en OldBoy) no es otro que la lección de que la palabra es un instrumento con que repartir dolor. El lenguaje como un virus; no exactamente como lo entendería Burroughs, sino como algo que, una vez enunciado, crea una imagen tóxica en la mente de una o varias personas; quizá real, quizá no, pero ya definitivamente enquistada en la existencia de aquellos a quien señale. “Las palabras importan”, decía Nanni Moretti en Palombella rossa, y Joel Edgerton secunda la moción articulando la inquietud alrededor de una mentirijilla escolar que crece y se enrosca hasta convertirse en un monstruo.
A favor: El control de Joel Edgerton sobre la propuesta.
En contra: Si el espectador ata los cabos del guión antes de tiempo, el film pierde impacto.