El infierno somos nosotros
por Carlos LosillaA Claude Lanzmann se le ocurrió una vez decir que el Holocausto no se podía representar con imágenes reconstruidas y solo por eso se ganó un puesto en la historia del cine. Bueno, no solo por eso, pues lo dijo a propósito de su película Shoah (1985), una obra maestra de casi diez horas que hablaba del extermino utilizando únicamente testimonios orales. Steven Spielberg no dijo nada cuando estrenó La lista de Schindler (1993), quizá porque resultaba evidente que no quería abordar el tema en cuestión, sino confeccionar otra de sus odiseas aventureras, esta vez con un nazi perverso ocupando el lugar de sus monstruos habituales (del tiburón del film homónimo a La guerra de los mundos o Parque jurásico) y un alemán más o menos decente en el papel de bueno de la película (una especie de Indiana Jones de la burocracia bélica). En cualquier caso, estas dos propuestas representan dos extremos opuestos: por un lado, el horror evocado; por otro, el horror espectacularizado.
A partir de esta dualidad, se han planteado una infinidad de cuestiones de índole ética y moral. ¿Es lícito poner en escena el infierno que supuso la gran masacre nazi? ¿Tenemos derecho, como espectadores, a mirar aquella barbaridad desde nuestra cómoda butaca, a partir de las imágenes que cualquier cineasta pueda componer para nosotros? ¿Debe el Holocausto recibir el mismo tratamiento visual que cualquier otra inmundicia de la historia de la violencia humana? En definitiva, ¿es lo mismo Auschwitz que el Día D, por aludir a otra película de Spielberg, Salvar al soldado Ryan (1998)? En su primer trabajo como director, el húngaro László Nemes no intenta responder a ninguna de estas preguntas, pero sus imágenes hablan por sí solas. Un sonderkommando de Birkenau, uno de aquellos prisioneros judíos a quienes los nazis obligaban a trabajar para ellos, contempla la muerte de un niño a manos de sus verdugos, asegura que se trata de su hijo y se obsesiona con proporcionarle un entierro digno. Durante casi toda la película, la cámara acompaña al protagonista desde atrás, de manera que las “actividades” propias del campo, que se desarrollan a su alrededor, solo resultan visibles en modo desenfocado o a la manera de acciones secundarias que suceden en el fondo del plano. Así pues, vemos y no vemos. El infierno está ante nuestros ojos, pero como si se tratara de una cotidianeidad a la vez horrísona y alucinada, una realidad atroz y una absurda pesadilla: las cámaras de gas, las fosas comunes, los tiros en la nuca, los hornos crematorios, las vejaciones y humillaciones, todo se acumula de tal manera que resulta indistinguible, y precisamente por ello aún más pavoroso y sobrecogedor.
Se trata, por lo tanto, de una película con un doble objetivo. Por un lado, mostrar la locura sin mostrarla del todo, decir que todo lo que ocurrió entonces puede disponer de imágenes, pero también que estas siempre serán incapaces de definirse por sí mismas, de dibujar por completo la sangrienta deshumanización que supusieron los campos. Por otro, contar la historia de ese hombre que quiere extraer un poco de sentido de todo aquello, demostrar que llevar a cabo algo parecido a una ceremonia funeraria --tan normal en el exterior—puede redimir a la humanidad. Descripción y relato, las dos armas principales del cine narrativo (y de la literatura, claro está), se entrecruzan en la película de Nemesz y dan lugar a una obra mayor, una película hipnótica y feroz, que respeta a los muertos pero también ofrece un consuelo a nosotros los vivos: como ha dicho el filósofo Georges Didi-Huberman, El hijo de Saul excava y excava en la oscuridad para mostrarnos un poco de luz.
Y por eso esta es una película indispensable. No porque hable del Holocausto, sino porque se pregunta de qué manera podemos hablar hoy de él, sin ambages pero también con respeto. ¿Cómo llegar a ese punto medio, cómo narrar la historia de un hombre cualquiera que no parece ser consciente de lo que ocurre a su alrededor? Pues creyendo en todo ello, porque a lo peor todos somos Saul, y todos nos hemos preguntado a veces de qué manera pudo ocurrir aquello sin querer saber realmente qué ocurrió de verdad, pues eso nos devastaría, nos aniquilaría. A lo largo de toda la película, ese hombre al que no cesamos de ver en pantalla también se ve obligado a hacer su trabajo, aunque sea escabulléndose de sus “patrones”, esquivándolos con excusas o subterfugios. Pues bien, de eso habla igualmente este cuento cruel: de cómo el nazismo y su máquina de la muerte se plantearon nuevos “procedimientos laborales”, de cómo los presos eran en realidad obreros privados de todos (absolutamente todos) sus derechos, incluso el de enterrar a sus muertos. Todo debía seguir adelante, no se podía dejar de producir, y por eso El hijo de Saul es la historia de alguien que quiere dejar de trabajar por un momento para dedicarse a su familia (aunque sea ficticia) y no le es permitido. ¿No les suena? Ya sé que se trata de una comparación más odiosa que cualquier otra, e incluso puede que parezca inmoral. Pero quizá no estaría de más pensar en ello por un instante. Sobre todo para comprobar que El hijo de Saul es, en el fondo, una parábola demoníaca sobre nuestro presente.
A favor: Replantea todas las cuestiones importantes respecto a la representación del Holocausto sin aparente esfuerzo, sin forzar las cosas.
En contra: Puede que no contente ni a los puristas que no querrían ver nada ni a los morbosos que lo querrían ver todo.