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    Las mil y una noches: Vol.3, El embelesado
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Las mil y una noches: Vol.3, El embelesado

    De cuentos, mitos, pájaros y cine político

    por Carlos Losilla

    Después de las dos primeras partes de este tríptico arrasador de Miguel Gomes, un torrente narrativo que a su vez reflexiona sobre el arte de contar historias, el tercer volumen de Las mil y una noches, titulado significativamente El embelesado, oscila entre dos ritmos muy distintos, el frenesí y la calma, una sucesión de microhistorias frenéticas y una ausencia de narración que conduce a la catarsis final. Por un lado, la narradora Scheherezade empieza a perder fuelle y aparece en pantalla para mostrarnos su propia incapacidad para seguir construyendo relatos, como si la película ya no pudiera continuar: se trata del fragmento más cercano a su fuente de inspiración, aquel en el que el propio Gomes se manifiesta en atuendo de aire más o menos árabe para dar a ver igualmente su consternación como creador. Por otro, ese nudo gordiano se deshace cuando el relato decide seguir, curiosamente, con el episodio más misterioso e hipnótico de la trilogía: la crónica laberíntica de unos criadores de pájaros que en realidad son como una secta, o más bien una comunidad a modo de red oculta que sobreviven aquí y allá, a la vez como una amenaza y como una leyenda.

    En los dos volúmenes anteriores, Gomes ha hablado de la crisis en Portugal, y de cómo una situación de ese tipo conduce al deseo del cine, a la sed de imágenes, al hambre de saber qué está sucediendo aunque sea a base de metáforas, una intriga que sus películas sacian sobradamente sin recurrir al relato clásico, sino acudiendo a una manera de contar fragmentaria, siempre interrumpida por otros cuentos que nunca acaban de cuajar argumentalmente, como si se tratara de una mezcla entre la figura de la alfombra que imaginó Henry James y los jardines bifurcados en los que se perdió Borges. Al principio de esta tercera parte, como decíamos, todo se cortocircuita. Mil y una historias empiezan y no acaban, ahora contadas a través de rótulos explicativos que aparecen en pantalla, como si la voz narrativa de los capítulos anteriores ya no tuviera fuerzas. Genios que parecen el de la lámpara y ladrones que semejan sucesores de aquellos que conoció Alí Babá se entrecruzan en la trama para dejar su huella, lo que fueron y lo que podrían ser, pero también su imposibilidad de continuar adelante. No hay razón para acusar a Gomes de encantador de serpientes, pues el “embelesado” es él, alguien que queda fascinado por un universo que ya no es el de una ficción ahora imposible, sino el del mito que dejó atrás. Y esta última película resulta ejemplar al respecto: en lugar de constituir una apoteosis, dibuja una disolución, la de los cuentos que ya nadie nos puede contar.

    En este sentido, los criadores de pájaros que aparecen en la parte final son, simultáneamente, un grupo humano y una pequeña fábula sobre la supervivencia de la rebeldía en un contexto hostil. Al margen de todo, siguen construyendo su propio mundo, sus propias historias, resistiendo ante un sistema que prohíbe cualquier disidencia, por pequeña que sea. Por eso la vivencia de uno de ellos da lugar a una historia de amor brevísima pero fulgurante, contada en over por la mujer que lo amó. Y por eso al final seguimos su rastro con vehemencia, como si el relato no fuera a acabar nunca, como si esa resistencia que personifican –en sus pequeños gestos, en sus rutinas, en su obcecación, en esa constancia que utiliza la repetición como modo de rebelión— significara a su vez un gesto político: como esos policías en huelga que quisieron tomar el parlamento portugués, y que Gomes filmó para incluirlos en su película, constituyen la esencia de una cultura de la insurrección que se resiste a desaparecer. La misma, por cierto, que materializa este tercer volumen de Las mil y una noches, incluso en su negativa implícita a que muera una cierta cultura del cine: del díptico hindú Fritz Lang a las intrigas calladas de Jacques Rivette, toda una manera de construir imágenes y relatos comparece aquí para dejar constancia de un arte que también se resiste a desaparecer.

    A favor: atreverse a terminar la trilogía con el fragmento más pausado y cadencioso, un poderoso anticlímax narrativo.

    En contra: la incomprensión que puede generar ese gesto provocador, incluso entre los admiradores de las dos primeras partes.

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