La vuelta al mundo en 80 (mil) bebés
por Marcos GandíaEn una escena (la explosión de fabricación de bebés en la fábrica cigüeñil) que en manos de Buster Keaton o del tándem Frank Tashlin/Jerry Lewis habría quedado en los anales de la comedia física, Cigüeñas parece estar más interesada en la parte blandita del relato que en la mecánica humorística, y también crítica, de ese caos. Uno, que había descubierto y admirado a Nicholas Stoller como autor con personalidad dentro de la nueva comedia estadounidense, siempre con una vena gamberra e incluso ácida, se sorprende de que se deje llevar por la parte más amable de esta historia sobre ser padres, sobre la paternidad. Una extrañeza que se disipa un tanto no solamente porque, como todos, igual Stoller ha madurado, se ha vuelto un hombre de familia y tiene la necesidad de compartir su estatus, su felicidad y su declaración de amor con respecto a pasar las horas jugando con tu crío (que no deja de ser como hacer películas) en vez de convertirte en un workaholic.
Extrañeza que se disipa porque en sus brománticas historias vistas en sus películas y guiones anteriores, ya se asomaba ese cariño paternal hacia sus personajes, esa vena sentimental… y madura. Le choque a alguien, o incluso le tire de espaldas (ya se sabe que valores como la paternidad o la vida familiar no están de moda o son tildados de conservadores), a quien esto firma poco le importa. Lo que de verdad le importa es que está ante un pequeño prodigio de animación que hermana estilos sin ningún problema (del cartoon con los lobos a esa especie de anima robótico en el enfrentamiento final con el villano) y que presenta una galería de personajes verdaderamente adorables.
Desde esa extraña pareja formada por la huerfanita pelirroja y la cigüeña atribulada metidas en una road movie cómica canónica con un bebé a cuestas, a una pléyade de secundarios de oro (comenzando por ese rastrero pichón que se diría trasunto del cabezón e idiota inspector Fix de La vuelta al mundo en 80 días), Cigüeñas habla, en el fondo, de esa necesidad de sentirse parte de algo, llámese amistad o familia. Nicholas Stoller ya hablaba de esto, de maneras igual un tanto más destroyer y escatológicas, así que hasta en esta su primera incursión en la animación podemos seguir rastreándole como autor. Eso sí, si se hubiera detenido más en el slapstick y menos en toda la parte dedicada al niño y sus padres yuppies, igual hasta le habría subido la puntuación.
A favor: su preciosa y perfeccionista animación.
En contra: las presuntamente graciosas voces (y morcillas) de Trancas y Barrancas en el doblaje español.