Un mal uso del exceso
por Carlos LosillaHay un momento en Mommy (2014), el anterior largometraje de Xavier Dolan, que me parece por completo representativo de su cine. El adolescente protagonista sale a la calle, liberado de uno de sus múltiples conflictos con su madre, y el formato de pantalla, hasta entonces cuadrado, se abre como una cortina hacia los lados, convirtiéndose en panorámico. Es una estrategia habitual en estos días, cuando el cine atraviesa una etapa abiertamente dubitativa respecto a sus nuevos modos de representación, pero, como todo en este complicado mundo, se puede hacer bien o mal, de manera que tenga un sentido dramático y expresivo o que solo sea una manera de exhibicionismo más. En el caso de Mommy, confieso que no sé qué pensar: por un lado, ese instante procura una emoción momentánea pero genuina, permite respirar al espectador tras minutos y minutos agobiantes; por otro, es un recurso fácil, un truco cuyo efecto termina poco después de haberse producido. Pues bien, ese es el talante del cine de Dolan y, de nuevo, de su último trabajo, Solo el fin del mundo: casi siempre, por lo menos para este crítico, lo que en un primer momento nos ha parecido inventivo y emocionante, se revela tramposo y efectista poco después.
Solo el fin del mundo responde a dos de los elementos más queridos del cine de Dolan, ya desde sus primera películas, las sorprendentes J’ai tué ma mère (2009) y Les amours imaginaires (2010). El primero de ellos es su obsesión por la familia y, en concreto, por la figura de la madre, núcleo de amores desgarrados y ambiguos, pero también de conflictos y odios desaforados. El segundo se centra en su querencia por estructuras dramáticas desquiciadas, exageradas, que subrayan las emociones hasta límites casi paródicos. No es de extrañar, en este sentido, que por fin haya recurrido a las que deben de ser sus fuentes originales, pues Solo el fin del mundo, por mucho que se base en una pieza de Jean-Luc Lagarce, tiene más que ver con el teatro norteamericano de Tennessee Williams o William Inge, al tiempo que se reconoce en los angry Young men británicos de los 60, por ejemplo en Allan Sillitoe o John Osborne. Veamos. Un joven escritor, enfermo terminal, regresa a la casa de su familia para comunicar la noticia y, de algún modo, intentar una reconciliación con aquel mundo tan doloroso e inextricable para él. Desfilan entonces los personajes típicos de este tipo de esquemas: la madre posesiva, la hermana ahogada por el ambiente, el hermano malhumorado y rencoroso… Nada nuevo bajo el sol, si no fuera por el estilo desgarrado de Dolan, a base de histriónicos primeros planos y rupturas constantes de la continuidad dramática, que finalmente se convierte en puro fuego de artificio, en pura vacuidad.
El problema no es que Dolan prefiera el exceso a la observación paciente. El problema reside en que ese estilo desquiciado se aplica al material de partida como a la fuerza, con calzador, nunca surge espontáneamente de un trabajo riguroso de puesta en escena. Dolan utiliza la cámara como si fuera una ametralladora y, a partir de ahí, no comparece ninguna emoción auténtica, solo andanadas melodramáticas que impactan más por su esquemática superficialidad que por el trabajo con personajes y situaciones. Y de este modo, esa historia familiar, que debería ser una puesta al día del cine de Cassavetes o Almodóvar, se convierte en una función de títeres más bien pirotécnica, donde no importan tanto las motivaciones de los personajes, o el modo en que Dolan los mira, como sus rasgos más caricaturescos, subrayados por una concepción del cine más cercana al espectáculo circense que al arte de crear imágenes con sentido.
A favor: un grupo de actores extraordinario, aunque un poco perdido en medio de la desorientación general.
En contra: La película no tiene conciencia de los límites entre un melodrama excesivo y una caricatura llorona.