No Más Tweed y Puerilidades Color de Rosa; Larraín y Portman Reinterpretan La Verdad Que Nadie Conoce Sobre El Canon Estadounidense
Ambivalente es el segundo largometraje del cineasta chileno en este mismo año, quien, a causa de sus pretensiones y voluntades radicadas dentro de la mefistofélica política comunal, se ha consolidado irrevocablemente como uno de los directores más suntuosos, subversivos e intransigentes en boga; un individuo recónditamente incidido por las averías de un país voluble, pero que tiene la sazón para descorrer esa opacidad confinada en su pasado. No es una gran heroicidad detectar el por qué Larraín seleccionó los anales de una de las damas más súbitamente conspicuas del siglo XX, teniendo como referencia sus exclusivos discernimientos y su previo filme, “Neruda”, obra acreedora de diversos dictámenes que corresponde en la hechura de su meollo con la película a tratar, concordantes tales como la acertada ruptura a el esqueleto narrativo habitual para un biopic , el efigie sobre los claroscuros de una personalidad política pública, partir de la más ínfima adversidad para ir hilvanando un informe agudo y veraz o concederle una haz en buen estado a dechados globales que denotan parte de lo que somos hoy. Independiente de lo oportuno o lo extemporáneo, Larraín labora con personajes protagonistas que labraron a puro sudor los orígenes de la sociedad contemporánea de forma exquisita, permitiendo mediante sus trabajos que una vasta copilación de constituyentes fílmicas fulguren arrojo, vigor y autenticidad. Autenticidad, esa es la contundente mira que tiene la cinta, consiguiendo escudriñar y exponer el verídico cuento de hadas frustrado de Jacqueline Lee "Jackie" Kennedy Onassis, la Primera Dama, y la Primera Viuda también.
El relato dispone de una arma de doble filo para urdir el arco narrativo cardinal a lo largo del largometraje con plena complacencia, puesto que es a través del reportero Theodore White (Billy Crudup) de la revista LIFE que el filme adquiere su principal motor para iniciar un glorioso, infernal y quasi emulado itinerario de lo que sobrevino previo, durante y ulterior al magnicidio del trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América, John F. Kennedy, sin embargo, es conveniente esclarecer que la trama no se sedimenta en la retórica de la eventualidad, sino que acentúa en el trauma social, político, sentimental y extensamente personal que cae ante los hombros de su esposa, quien mientras arrostra frente a las cámaras la pena por su fallecido esposo vestida con un tweed rosa, se auto-carcome por los anhelos e ilusiones estropeadas vistiendo un límpido vestido. Jackie no era un Primera Dama que concurría en filantropías, donaba exageradas cuantías monetarias ni se inmiscuía en asuntos políticos de oropel, ella era una ama de casa tradicionalista, que se encomendaba a los niños y a la ornamentación de la Casa Blanca, debido a esto es que la conmoción que generó en ella fue muchísimo mayor de lo que cada americano concebía. Dicen que las más miserables tragedias son las que brotan sin advertencia alguna; para esta neoyorkina la peor tragedia apenas germinaba el 22 de noviembre de 1963.
La magnanimidad aquí funciona como un reloj suizo, no hay cabida para pifias, a pesar de que si las hay; el filme es una unidad, pero asimismo puede ser diseccionado. Y como ejemplo, Larraín vivisecciona a esta mujer a su antojo, jugando con la cronología como sí de un logogrifo temporal se tratase, péndula de instantes gloriosos a recuerdos lacerantes. En tanto que enchufa catárticas circunstancias, va dando cuerpo a el leitmotiv; él gobierna un timing templado en donde Portman contempla impertérrita la eufónica melodía de un violín o contempla impertérrita el cráneo hecho añicos encima su regazo, en simultaneo se despliega una agónica danza que jacta el descendimiento del flujo escarlata por sus piernas y esos despojos de la duramadre del ex presidente que se asientan viscosamente por su impoluto rostro, una mueca a la fragilidad que cada ser humana guarda dentro de sí. Además del cuasi soberbio debut direccional dentro de la meca del cine a manos de Pablo, el celuloide atesora una óptima y excepcional protagonista, mujer que ha barrido todo a su paso por los prestigiosos festivales cinematográficos, Natalie Portman. Portman ha conservado un registro bastante alto en roles que le han conferido candidaturas y galardones a lo largo de su descomunal vida actoral(“Black Swan”), sin embargo, este año ha izado tal marca con uno de los papeles más demandantes, complicados y laboriosos debido a las inminentes restricciones de improvisación presentes en este rol. Es ilógicamente sensacional como acaudilla las emociones de su personaje por una montaña rusa, movimientos que deslumbran majestuosidad con los primerísimos primeros planos de Stéphane Fontaine, quien nos embriaga con la antípoda poción de poder y nulidad, de deslucidos colores, de sombras y luces cinemáticas.
Tal parece que Larraín no crea cine por dinero, ni tampoco para alborozar a los litigantes críticos, él manufactura cine porque tiene un propósito delimitado que difundir con sus historias, hacer de portavoz para comunicar una verdad dulce o amarga, gestar despertares o meramente disipar fatuas realidades. Cine crudo, realista, visceral e irregular, eso es lo que entrega el realizador chileno con “Jackie”, largometraje que se ve exiguamente lacrado por unas cuantas desorientaciones en el guion, ocasos rítmicos abruptos y elecciones narrativas equivocas. Da la impresión de que “Jackie” es un recurso para que una masa de fotógrafos, cinematógrafos, compositores, actores, sonidistas, editores… etc. hallan elegido la historia de la primera dama con el fin de despampanar con todo su potencial, sus ideas y sus alcances. Sea como fuese, Jaqueline nos encomendó su legado así como su esposo, legado que se desmorona con el transcurrir de los años, y para muestra de un botón, ¿Quién es hoy el presidente de América?
Ya era hora de que alguien sustituyera el baladí tweed rosa por la fidedigna y poderosa historia de Jackie, un ídolo que se hizo universal a costa de su propia ventura.