Casa tomada
por Daniel de PartearroyoResulta curioso cómo la distribuidora española del segundo largo de ficción de Kleber Mendonça Filho ha decidido cambiar su título original, Aquarius, el nombre del edificio residencial donde sucede toda la acción, por Doña Clara, el nombre de la protagonista interpretada por Sonia Braga. Lo que de entrada puede chocar, una vez vista la película termina por ser significativo: ¿no son acaso ambos, el edificio Aquarius y Doña Clara, el mismo personaje? Eso trata de dilucidar el filme durante un extenso metraje, desplegado para pesar en el recuerdo. ¿Cuánto dicen de nosotros las cosas que nos han acompañado toda la vida?
Clara es una crítica musical sexagenaria, ya retirada, que realizó el grueso de su carrera durante las tres últimas décadas. Lleva viviendo desde su juventud en el mismo apartamento de Recife cargado de recuerdos familiares, memorias de momentos felices y cicatrices de luchas perdidas o ganadas. Ahora es la única residente que queda en el edificio, codiciado por una empresa constructora que quiere derribarlo para construir un nuevo bloque de viviendas. La guerra de Clara contra los especuladores, desarrollada en distintas batallas de escalado pasivo-agresivo, ocupa el grueso argumental de la película, pero no es lo más interesante –o lo más inspirado– de lo que plantea Mendonça.
En su superior filme anterior, O Som ao Redor (2013), el cineasta brasileño ya trató exhaustivamente la fenomenología de la convivencia vecinal en la Recife moderna, la ansiedad por lo aparente y la obsesión por la seguridad. Algunos de esos temas, e incluso los tratamientos formales –la cámara flotante de Mendonça navega en formato panorámico por los espacios del piso de Clara con hipnótica facilidad, el rugir de las olas de la playa cercana se filtra constantemente en las estancias gracias a una mezcla de sonido meticulosa y atmosférica–, regresan en Doña Clara, pero como envoltorio narrativo del estudio en profundidad de un personaje. Bajo la apariencia de una epopeya a lo Erin Brockovich, cuyo desarrollo argumental no podría ser más tópicamente telefilmesco por mucho que el apresurado –y tramposo– clímax final nos remita lateralmente al afamado "arte termita" de Manny Farber, se plantea una reflexión bastante valiosa sobre la materialidad de los recuerdos, la solidificación de la personalidad y los objetos como receptáculos de emociones íntimas pero transferibles.
Doña Clara comienza con un largo flashback en 1980, con una Clara treintañera que escucha a Queen con sus amigos en la playa. Después van al piso familiar, donde celebran el 70 cumpleaños de su tía Lucía. Ahí, durante una semblanza infantil bastante cursi de las virtudes de la tía, Lucía mira un aparador y traslada su pensamiento 40 años atrás, al esplendor sexual junto a su amante ya fallecido, en unos breves flashes de recuerdo traídos al frente por la presencia, formas y texturas del mueble. Mendonça completa el viaje en el tiempo llevando la acción del resto de la película hasta el presente, con Clara sexagenaria en el piso y conservando el mismo mobiliario. En su caso, cargado con sus propios recuerdos; quizás, el de aquella misma fiesta, cuando ella también celebraba haber superado un cáncer.
Es en esta construcción de relaciones con los objetos, los lugares –el edificio Aquarius– y lo inmaterial –qué bello es cuando Julia, la novia de Río del sobrino de Clara, elige poner una canción de Gilberto Gil en el tocadiscos y se tejen lazos imposibles de otro modo– donde Doña Clara se presenta a sí misma como un espacio fílmico para la convivencia y el intercambio de experiencias personales. Es decir, como las grandes películas.
A favor: cómo Sonia Braga levanta y sostiene toda la función.
En contra: el desarrollo convencional de la anécdota argumental.