El original y las copias
por Carlos LosillaA veces el tiempo pone las cosas en su sitio. ¿Qué pensar hoy de Brad Anderson, ese cineasta al que se encumbró por películas como Session 9 o El maquinista pero que últimamente no ha dado muchas razones para seguir confiando en él? ¿Se trata de un declive, sea momentáneo o definitivo, o quizá no había para tanto ni siquiera en su momento? No he vuelto a ver esos dos trabajos, que tampoco me entusiasmaron en la época, pero resulta evidente que el estreno de El rehén aporta nuevos elementos para el debate. He aquí una película discreta, de tono circunspecto y monocorde, que intenta sintetizar la guerra del Líbano en la historia de un mediador que pierde a su mujer en Beirut en un atentado, en 1972, y, diez años más tarde, deprimido y alcoholizado, regresa al lugar de los hechos para enfrentarse a una nueva, misteriosa, esquiva misión. Todos los elementos del thriller político están ahí, pero casi como en una caricatura, desperdigados y reducidos a unos cuantos lugares comunes. Y la puesta en escena de Anderson se limita a ilustrar ese catálogo de clichés con sobriedad digna de mejor causa, pues parece que nunca se atreva a ir más allá del guión, si se exceptúa una cámara temblorosa y desubicada, que intenta emular un supuesto estilo periodístico y solo consigue construir un lenguaje finalmente neutro y académico.
Quizá la clave de todo esto se encuentre en otro nombre que también conoció tiempos mejores, tanto en la industria que lo acoge como en su cotización crítica. Tony Gilroy, el guionista de El rehén, dirigió Michael Clayton en 2008 y la película fue nominada a unos cuantos óscars. Dos años más tarde, Duplicity le reportó unos cuantos laureles más, pero no tantos como para repetir el éxito de su ópera prima. Y su último largo, El legado de Bourne (2012), parece confirmarlo como una estrella fugaz, limitada ahora a iluminar franquicias ajenas con más pena que gloria, a producir alguna que otra sorpresa (Nightcrawler, de su hermano Dan) o a escribir películas como la que nos ocupa. En El rehén, digamos que su intervención se limita a lo esencial, proporciona el esqueleto para un thriller político de aires rutinarios, de alcance más que predecible. Su objetivo –como es habitual en el cine de Gilroy— es regresar al compromiso político que conoció el género en los años 70, con cineastas como Alan J. Pakula o Sydney Pollack a la cabeza, pero ahora aquella capacidad de sugerencia parece haberse desvanecido. Y es lógico, pues Gilroy intenta resucitar un estilo de escritura que ya no tiene sentido, acaba elaborando guiones cuadriculados y discursivos que necesitarían de un director mucho más dotado que Anderson para salir adelante. El rehén se queda a medio camino de todo: como película comprometida, resulta adusta y monocroma; como thriller de espionaje, no tiene nada que hacer frente a una nueva estética que la saga de Misión imposible representa con contundente radicalidad.
Como siempre, se trata de una cuestión de estética, también relacionada con la política y cómo representarla. Anderson y Gilroy quieren mostrar qué significó Beirut en los años 70 y 80, qué intereses internacionales estaban en juego, cuál era el papel del gobierno estadounidense en todo eso y –sobre todo, como siempre—ceñir esa situación a una peripecia individual en clave existencial. Pues bien, en ese cruce, El rehén parece perderse definitivamente y, sin embargo, al final logra salvar algunos muebles. Por supuesto, la película exhibe un héroe por completo postizo –la interpretación de Jon Hamm no ayuda mucho a su credibilidad--, con todas las características del outsider –la cosa se remontaría al Humphrey Bogart de Casablanca—, pero sin aportar prácticamente nada al arquetipo en cuestión –a no ser varios lances melodramáticos más bien absurdos--. Y la dirección de Anderson, mortecina y mimética, resulta incapaz de crear un ambiente alrededor de los personajes, los condena a vagar por paisajes decrépitos que no saben exhalar ninguna credibilidad. Resulta curioso, sin embargo, que sea esa misma condición espectral la que otorgue una cierta originalidad a El rehén: sus personajes demodés, sus decorados esquemáticos, sus lances mil veces vistos, acaban convirtiéndola en un destilado abstracto de las constantes del género, un simulacro ensimismado que a veces parece extrañamente consciente de su carácter ilusorio.