La posibilidad de un poeta
por Alberto LechugaEn los primeros compases de la película seguimos a Neruda hasta los baños del Senado, acaso donde se deciden de verdad los asuntos del país. En un intercambio de fogueo, el presidente del senado se dirige al poeta chileno como “Calígula”, a lo que Neruda le responde con un ceremonioso “señor presidente de esta cámara de mierda”. Poco antes, ya hemos entendido que los versos de este Neruda se leen como prosa noir: «Hace tres años que acabó la Segunda Guerra Mundial y aquí, en esta casa alegre, está a punto de comenzar una persecución memorable». Esa casa alegre es la casa del propio Pablo Neruda, un dionisíaco Pablo Neruda, que celebra dentro una suerte de bacanal de alcohol, mujeres y poesía. Una imagen que, quizás, solo exista pensada en la cabeza del policía que lo vigila destre el otro lado de la verja, que no sea más que el reflejo de una cierta idea del “mundo de la cultura”. Al presentar su película, el chileno Pablo Larraín la ha descrito como un “anti-biopic”, pero sería más preciso hablar de un biopic en contraplano: la narración de una figura a través de su proyección opuesta, la de un policía acomplejado, rencoroso y triste, «otro niño triste, otra juventud perdida», como él mismo se formula, «un espía furioso, despreciando ideas y palabras que nunca entenderá. Impotente. Guardián de una frontera imaginaria». Un policía, interpretado con hierática convicción por Gael García Bernal, que persigue a Neruda en su huida de Chile, dándole réplica desde el otro lado del espejo al poeta en exilio, al poeta del Canto general.
Larraín, ese cineasta cruel y terriblemente burgués que lleva años sermoneándonos desde el púlpito (qué castigo la abyecta El Club), se muestra aquí como cineasta desubicado, incapaz de sumar al texto, intentando imponer su exhibicionismo a toda costa, con ese esteticismo afectado marca de la casa lleno de filtros azulados y absurdos flares. Por suerte, tal como en un momento pareciera que el personaje del policía se revelase contra la ficción (imposible no pensar en Unamuno de Niebla), el texto también rema con fuerza hasta sobreponerse a un cineasta desnortado. Para el guionista Guillermo Calderón es tan importante el hecho histórico como la posibilidad de un hecho, ya que la única manera de acercarse a alguna verdad en torno al poeta es a través de la ficción, de proponer una película “nerudiana”. Ficción y realidad se igualan y se retroalimentan y se establece así una provechosa fricción en el plano diegético que dinamiza además una acertada tensión en torno a las contradicciones del “artista comprometido”: en un momento de la película se evoca a Neruda dictando su poesía mientras limpia pescado («el poeta le dio las palabras para que ellos pudieran contar su vida, su vida dura. (...) Ahora lo pueden citar cada vez que los pise la historia») mientras que el policía, por su parte, lo espía en actitudes endiosadas, en soirées frívolas de alcohol y sexo («les encanta empaparse del sudor y las lágrimas del dolor ajeno»).
Calderón rinde tributo a Pablo Neruda al convertirlo en un personaje de una de esas novelas policíacas que tanto amaba, en una de esas figuras centrales huidizas que podrían aparecer en el universo de Hammett, Chandler o Himes. Calderón se imagina a Neruda imaginando, en un metarelato en gerundio, como si con su huida el poeta desvelase la ficción que anida en la realidad y la verdad que atesora la ficción. Queda así una película nerudiana que navega por hechos históricos a través del género (¡ojo al cameo casi hergeniano de Pinochet!), que nos acerca al poeta a través de un poema hard-boiled.
Lo mejor: el libreto de Guillermo Calderón
Lo peor: la incapacidad de Pablo Larraín