Cuando Bram Stoker escribió Drácula, no tenía ni la menor idea de que un personaje redondo y acabado como el que él había ideado dentro de su magistral novela, saldría de los libros hacia otra tecnología, y que sería otra categoría artística diferente: el cine, quien le daría a su personaje nuevas dimensiones. En este sentido; Drácula se desdobló con las obras de Friedrich Wilhelm Murnau y de Todd Browning, dividiéndose en dos seres diferentes su criatura fantástica. Mientras que el envoltorio de aristócrata refinado de la época victoriana conservaría el nombre de Drácula; la bestia que tiene más de animal que de espíritu se convertiría en Nosferatu.
En este sentido, posiblemente Robert Eggers haya capturado con mayor acierto la figura de la bestia, que se mueve por instinto y cuya mórbida sensualidad necrófila ha atravesado no solo a Drácula, sino a toda la tradición de los relatos vampíricos; y, sin embargo, a pesar de los aciertos increíbles que tiene la cinta, falla en algunos puntos donde sus antecesoras supieron situarse de manera más atinada.
En adelante, quien quiera seguir leyendo, que lo haga bajo su propio riesgo de que le revelen el argumento de la película, porque igual que sus predecesoras, toma rumbos propios que le dan una narrativa propia a un guion que parte, naturalmente de la obra de Stoker.
La mayor virtud de la película, es sin duda el manejo exquisito del lenguaje cinematográfico; la riqueza de los planos es abrumadora; los recursos son usados de una manera preciosista y con un cariño al arte cinematográfico que la ponen en la cúspide de las películas más estéticamente cuidadas que uno pueda ver. La manera en cómo Eggers entendió la obra, dentro de su género literario romántico, naturalmente echa mano del romanticismo pictórico; y así, el uso de la mímesis es abundante: se puede ver en algunos momentos recreaciones riquísimas de, por ejemplo, El caminante sobre el mar de nubes, o la Abadía en el robledal de Friedrich; lo mismo que en la escena de la posada se puede ver el Aquelarre de Goya. Esto no es algo menor, puesto que el romanticismo aparece en el arte como el movimiento que busca olvidarse de lo bello y apuntar a lo sublime, siendo la consecuencia práctica del ensayo kantiano. En este sentido, hacer la película en formato IMAX es una manera de apoyarse en los recursos tecnológicos para plasmar imágenes pesadas y abrumadoras que hacen sentir diminuto al espectador y reforzar la idea de insignificancia que subyace al género. ¡La película no se debería ver en una sala convencional!
Sin embargo, los planos no se quedan únicamente en los gran-generales, sino que la escala de planos se mueve con una solvencia pasmosa por todas las que permite el lenguaje cinematográfico; es impresionante la manera en como pasa sin problema de un primerísimo primer plano a un plano general con una panorámica para hacer un traveling en la misma secuencia y terminar en un plano detalle; o cómo realiza planos imposibles; o el uso de los planos dentro de planos dentro de planos dentro de planos; la exuberancia del manejo de la cámara es abrumadora en la película, y las composiciones simétricas, piramidales, dinámicas y áureas le dan un esteticismo exagerado y refinado que resulta prácticamente hipnótico para el espectador.
Este uso del lenguaje cinematográfico es importantísimo en la narrativa que hace, y llena de misterio particularmente la primera mitad de la película en la que se niega a mostrar al monstruo, valiéndose de recursos como enfoques selectivos; planos a contraluz y planos detalle; hasta el momento en que Hutter (Harker) firma el contrato, y entonces, cuando se ha entregado a la bestia, la podemos ver en todo su nauseabundo esplendor. Los primeros planos abundantes le dan un peso a los rostros que recuerdan la obra de Dreyer, pero que se apoyan en una iluminación exquisita que hacen de muchos planos una combinación de la pintura de Rembrandt con el Barry Lindon de Kubrick.
La edición de sonido es un acierto absoluto; las pisadas de Nosferatu se sienten atronadoras; como si se tratara de truenos que retumban en el castillo; enorme y exagerado; llevándonos al absoluto terror que siente Hutter por la presencia del mal con el que se entrevista. La música, como no podía ser de otra manera, es magistral y probablemente tenga el mejor score de cualquier película del género en muchísimos años.
Y sin embargo; no puede eludir esta versión el gran pecado del cine de nuestro tiempo; que está en temerle a no ser una película entretenida; y esto hace que explore mucho más en la acción y que haga más enrevesada la trama; con pactos e invocaciones y una verdadera cacería de Orlok; y es en este punto donde, a diferencia de sus antecesoras, pierde toda brillantez, no se trata del conde trágico que presenta Herzog, ni tampoco pone énfasis en la paranoia colectiva de Murnau y de Herzog; olvidándose prácticamente de la comunidad de Wisborg, para centrarse únicamente en los protagonistas; perdiendo casi por completo el peso existencial a la obra; y notándose de sobremanera que por primera vez el realizador no es un alemán inserto en una tradición estética e intelectual desde la que contar una historia; sino un director estadounidense ajeno a estas inquietudes, sin que se le pueda quitar el infinito amor al cine que profesa en cada una de sus obras. Así, cosas como el uso de jumpscares absolutamente innecesarios en una película de Nosferatu nos devuelven a la tradición contemporánea del cine de grandes taquillas; del mismo modo que el uso de un CGI para añadirle tremendismo a una obra que por sí misma es sobrecogedora es una elección cuestionable. Y, sin embargo, los momentos en los que aún en el clímax de la película se encuentran destellos de la tradición intelectual de la obra, estos se agradecen y se disfrutan; como von Franz (van Helsing) gritando entre llamas que Dios está más allá de nuestra moral (cuestión absolutamente kierkegaardiana con la que resuelve el dilema ético de la decisión de Ellen (Mina)).
Son estas cuestiones las que hacen que la película pierda algún lustre; y su esteticismo radical le da una nueva visión que aunque fascinante, no se pone por encima del naturalismo casi documental de la cámara en mano de Herzog que pareciera que etnografiara a los zíngaros de los Carpatos o que registrara como un explorador la geografía de las tierras aledañas al castillo. Tampoco sobrepasa las virtudes cinematográficas de un Murnau que llegó a sobreexponer la cinta para quemarla en momentos como en la llegada del carruaje, a la vez que hizo apuestas totalmente innovadoras con la paisajística con la que rechazó las escenografías de plató del expresionismo dentro del que se encuadraba.
En este sentido; todo el perfeccionismo cinematográfico de Eggers es un alarde de un lenguaje cinematográfico propio que no puede ponerse por encima ni por debajo del que tuvieron sus antecesores; y, sin embargo, en la historia, pierde en aspectos fundamentales dentro de la obra.
Las actuaciones son increíbles; aunque quien pone sobre sus hombros el peso de la película es Lilly-Rose Depp con magistrales manierismos que van de la melancolía a la epilepsia; mientras que los personajes masculinos; con el perdón de un brillante Bill Skarsgård, no tienen la solvencia interpretativa de Klaus Kinski o de Bruno Ganz. Si la Academia no desdeñara por defecto el cine de horror, bien podría darle a Lilly-Rose la estatuilla.
Y que no se me malinterprete, no quiero quitarle mérito a la película; salí totalmente fascinado de la sala, y es una película que sin dudármelo me repetiría más de una vez; sin embargo, no estoy seguro que pueda hacerse un lugar en la historia del cine como sus dos antecesoras; pero eso ocurre cuando se está parado en hombros de gigantes; y si había algún director que podía encargarse de la tarea de darle una nueva vida a Nosferatu, no se me ocurre otro nombre en el cine actual distinto del de Robert Eggers; probablemente si Coppola en vez de dirigir un Drácula, hubiese dirigido un Nosferatu también se hubiese quedado corto, por lo que se trata de una propuesta increíblemente valiente, que se logró llevar a cabo de una manera técnicamente impecable; que va más allá dentro de la idea erótica del vampiro; pero que da un paso tan abrupto de la tradición cinematográfica alemana hasta el cine de Hollywood, que es imposible no sentir en ese punto una falencia dentro del concepto de la obra.
Nosferatu de Eggers desde el primer momento hace una declaración de intensiones, y es la primera escena un punto neurálgico que explica cuál es el camino por el que se irá y cómo se divorciará de la obra de Stoker; si bien ya el cronotopo original había sido variado desde la adaptación de Murnau, añadiéndole elementos nuevos; y omitiendo otros que son fundamentales para la obra desde su perspectiva romántica. Sin embargo, en la propuesta de Eggers hace ruido el desapego de elementos como la escritura del diario de Hutter (Harker), la bitácora de los marineros del Demeter —aunque se agradece que en esta, igual que en la de Herzog, recrearan un barco idéntico al de Murnau—, o el libro que le da un zíngaro al protagonista en los Carpatos. Del mismo modo, hay un hueco narrativo, pues no muestra el plan del Conde mediante el cual se cuela en el barco con la coartada de los ataúdes llenos de tierra de cementerio, que para quien no conozca la historia de Drácula, que puede haber quien no la conozca, será un agujero en la trama.
No por esto se puede negar que hay otros elementos narrativos con los que compensa estas falencias, y en los que Eggers llega a superar en determinados aspectos a sus predecesores; por ejemplo: en el realismo del barco encallado que libera a las ratas en la orilla; mucho más creíble que el barco fantasma que llega por su propia cuenta al muelle de manera ordenada en los anteriores filmes ―si bien, en esto se extraña al capitán amarrándose al timón con un guiño a la Epopeya Homérica―; la decadencia gradual de Knock (Renfield) también es mucho más creíble; y el abandonar completamente el guion de Murnau le permite a Eggers desarrollarse con naturalidad dentro de la historia que quiere contar.
A pesar de estas limitaciones, la cinta sigue siendo un testimonio del amor de Eggers por el cine, con actuaciones memorables y una dirección que sabe cómo capturar lo sublime en cada fotograma. Nosferatu no destrona a sus antecesoras, pero no necesita hacerlo: su grandeza radica en ofrecer una reinterpretación que dialoga con el pasado mientras forja su propia identidad. Es un filme que merece ser revisitado y discutido, no solo como una reinvención del mito, sino como un intento valiente de equilibrar el cine de autor con las expectativas del cine contemporáneo.