Esta bestia canina de la animación menea su cola a causa de la excelsitud cinematográfica de Anderson.
Wes Anderson no es un artista de culto, es un prolífico maestro. Sus películas siempre gozan de un prestigio agregado que las posicionan muy por encima de muchas cintas de mera entretención, y su más reciente joya de stop-motion cumple en toda regla lo que uno esperaría de un autor indie que ha erigido su sublime filmografía cuadro a cuadro. No es una descarada apropiación cultural o fetichización ni menos una orgia de estereotipos japoneses dibujados por un injurioso extranjero, es una hermosa y delicada historia de amor, una ampliamente diferente, fértil en exclamaciones visibles y veladas sobre la libertad, la prensa, la política, los principios, el temor, la transformación, la amistad y la vida tanto humana como canina que se nutre de un cast vocal de primera línea y un apartado visual y técnico tan excéntrico y prolijo como cada una de las ambiciones narrativas de un cineasta que no solamente construye una compleja adición a su primorosa filmografía y crecimiento artístico sino que imbuye con cierta complacencia una alegoría afilada e inteligente dentro un filme de alto concepto que va claramente dirigido a las mentes mayores, aquellas que se resisten a pensar el arte como una canal de pensamientos intrasmisibles, no como un mecanismo de ineludible contacto y avance.
No hay duda de que para una persona que apenas se registra a su estilo lo primero que desee resaltar sea la tangibilidad de las imágenes. Entrar al teatro con una idea preestablecida sobre la manera de trabajar del cineasta de “Fantastic Mr. Fox” no ayuda en mucho a preparar los sentidos, pues sería minimizar parte del infinito esfuerzo, cada gota belleza que brota por la pantalla es digna de congratulación, hay maravillamiento asegurado. La referencia directa que surgió en mi mente ya finalizada la función fue la más reciente obra de Laika Entertainment, “Kubo and the Two Strings,” no precisamente por la concordancia en la cultura de base o algunas semejanzas morales, sino por las hermosamente brutales creaciones, por ser un inestimable regalo para el cine, por la incalificable proeza visual que cientos de artistas han construido. Las composiciones simétricas del siempre perfeccionista artista que se rehúsa a someter su obra bajo los fenómenos de la era digital son, sin ambages, impresionantes; la aguda puntería por soslayar las más conocidas superficialidades y sumergirse de lleno dentro de la complicada, visualmente hablando, cultura japonesa sitúa a este filme en un nivel superior en términos artísticos, aun desplegando la mayoría de la acción en una isla limítrofe. El detalle trasmuta en obsesión ante cuan mínimo manifiesto de suntuosidad; la naturalidad de los movimientos encandilan nuestras percepciones que intentan dar con una secuencia que luzca entrecortada, un malicioso deseo que obviamente jamás se hará realidad con Anderson al timón. Son pocos los seres humanos que caminan por la historia ya que los protagonistas caninos son quienes adquieren la mayoría de la atención de los departamentos de arte; las acciones y actividades de los perros potencian el avanzar de la trama gracias a la veracidad de sus comportamientos, se observa verdaderamente al animal domesticado por excelencia más allá del comportamiento casi humano que se le da. En un sentido más completo, lo que adereza con personalidad el festín de fotogramas es la increíble y merecidamente premiable cinematografía de Tristan Oliver, opima en matices y recovecos que dotan a las imágenes de una fuerza incontenible, la cual crece incontrolablemente conforme corre la película, cada cuadro es una auténtica escultura finamente moldeada y perfilada que pasa por las manos de cientos de exquisitos artistas que con su talento, literal y figuradamente, plasman las obsesiones de un maestro de la animación; una experiencia deslumbrante. Cabe resaltar el majestuoso score del más reciente ganador del Oscar por la mejor banda sonora Alexandre Desplat, quien nuevamente se postula para una candidatura dorada en los premios. De cierta manera, al igual que Ludwig Göransson para “Black Panther” de Marvel Studios, es un compositor que sabe canalizar bien los sonidos e instrumentos tradicionales de la cultura en donde se desarrolla el largometraje para luego mezclarlos con sus propias ideas y terminar creando un portentoso todo, aquí, el acompañamiento musical es vital en el proceso sensorial de la experiencia; su score es volátil, enérgico y fuerte pero a la vez fino, sensible y adecuado, cándido y completamente emocionante.
Anderson no solamente se distingue por su peculiar y poco práctico pero extremadamente gratificante método de filmación, los motivos textuales que movilizan tales construcciones intervienen en el éxito de las narraciones. El guion está escrito innegablemente por el mismo director pues surgen las inserciones características de un escritor propositivo y conciso, sensible en un momento dado, pero fríamente calculador cuando la película misma lo exige. Con respecto a la peligrosa y bien intencionada trama, viene concebida a ocho manos con nombre y reconocimiento propio: Kunichi Nomura, en su primer trabajo como escritor; Jason Schwartzman, en su tercera experiencia como guionista cinematográfico; Roman Coppola, en uno de sus mayores atinos en su carrera; y Wes Anderson, un hombre de innecesaria descripción, solo corre y embardúnate con sus visiones artísticas. La perspectiva que le da a la historia es sencillamente única, social y agradablemente revitalizante no solo por el quisquilloso campo de animación, sino por las líneas del género dramático por el que transita con una confianza poco habitual en niveles de convicción y coherencia con respecto a un trama que no se enmarque en un contexto explícitamente humano, en el sentido más estricto de la palabra. La chispa del libreto da brillo a las necesidades e intransigentes giros de tuerca, además, la comedia se maneja quirúrgicamente en el relato, convirtiéndose en ultimas cuentas en un punto neurálgico por el hecho de que los paulatinos e inesperados brochazos de humor componen y aceleran el ritmo de un filme con vistas nada comerciales, uno que sí que tiene con que defenderse ante otros rivales. Los más dispersos y/o menos empeñados que asistan al multiplex se deleitaran de los elementos que manufacturan una hermosa superficie, sin embargo, los más observadores y/o conocedores del cineasta saldrán del teatro con una percepción radicalmente diferente, una más aguzada, complicada y arriesgada que se inmiscuye en polarizantes y delicados problemas actuales que atañen al mundo entero. En adición a su franco mensaje animalista, el guion mantiene su propósito critico en cada planteamiento que propone, criticas que nunca mangonean a los personajes para conseguir sus cometidos, sino más bien mangonean el intelecto de cada espectador para intentar apersonarse de lo que considera como correcto e incorrecto, irónicamente, expresados a través de un historia de perros.
A nivel general, Anderson entrega un estilo de edición que personalmente nunca había visto, al contar su historia sobre dos lenguas (inglés y japonés) y oponerse completamente al doblaje de idiomas, advierte con complacencia, posterior a unos créditos de inicio inolvidables, la manera cómo va a abordar el relato, presentando las reglas del universo que ha creado y al que quieras o no tendrás que aceptar ingresar. El filme siempre encuentra la manera de traducir, literalmente, la mayoría de los diálogos foráneos, sin embargo, es aquí en donde entra el peculiar talante del cineasta al subrayar de sobremanera que quienes más importan son sus protagonistas, los caninos, a quienes brinda toda su atención y esfuerzo. Asimismo, se agradece ampliamente el trabajo hecho por las incorregibles voces de patrones y matronas— en realidad no es difícil ocultar la disparidad entre hombres y mujeres de nuevo— de la actuación americana y europea post-moderna. Bryan Cranston, Edward Norton, Bill Murray, Greta Gerwig, Frances McDormand, Tilda Swinton o Scarlett Johansson o importantes exponentes de la cultura oriental como Yoko Ono, Kunichi Nomura o el jovencito Koyu Rankin efectúan un doblaje motivado por la entrega, el entusiasmo y, por supuesto, el orgullo de trabajar con uno de los directores más tradicionalistas y complejos trabajando actualmente. El amplio cast vocal es sin duda uno de los puntos fuertes y principales propulsores para el funcionamiento orgánico, carismático y dinámico de la ambiciosa idea.
“Isle of Dogs” de Wes Anderson mesmeriza de principio a fin en parte por su manía de jugar con las altas expectativas puestas siempre sobre un trabajo del director. Accesible y compleja, estratégica y humana, hilarante y dramática, cuidada y directa; este filme animado es una innegable carta de amor del cineasta para la cultura oriental, los caninos e innegablemente los recovecos y perversidades de los sentimientos, acciones e inspiraciones del ser humano; un largometraje que plasma a través de elementos generalmente opuestos criticas jugosísimas y controversiales que se tejen rápidamente sobre un relato liderado por cualquier manifestación de amor, priorizando los campos narrativos, técnicos y artísticos con la proporcionalidad que solo un maestro podría presentar. Quien quiera disfrutar de una buena película tendrá muchas más opciones de donde escoger, pero quien exija un filme de primer nivel será bienvenido a observar como un monstruo de la animación stop-motion pone en primera página a un actor, guionista, productor y director — nada interesado en hacer cine por un Oscar —que realmente nunca ha salido de allí.