El cine italiano como museo
por Carlos LosillaLas películas de “locos maravillosos” merecerían constituir un género por sí mismas. A medio camino entre el melodrama y la comedia, tienen que ver con la tragedia de la enfermedad mental, pero también con la alegría que proporciona una cierta ruptura con las normas sociales, con las obligaciones del día a día. Por lo tanto, son el engaño de la ficción: por un momento, el cine puede ofrecernos un modelo vital de aquello a lo que desearíamos aspirar, de quien puede saltarse las reglas a la torera y salir indemne del asunto porque, en el fondo, no está haciendo daño a nadie. No se trata de Norman Bates o Hannibal Lecter, sino más bien de personajes extravagantes o estrambóticos o excéntricos -esos peligrosos eufemismos- que trasgreden la puesta en escena cotidiana provocando la risa más que el caos: la última etapa de Katharine Hepburn, sin ir más lejos, proporciona sustanciosos ejemplos al respecto, sobre todo en películas como La loca de Chaillot (1969) -título emblemático donde los haya- o Amor entre las ruinas (1975). La última película de Paolo Virzì, Locas de alegría, va un poco por ese lado, pero con una variación importante: no hay solo una “loca”, sino dos, y en la segunda de ellas ese lado excéntrico se convierte en algo bastante más serio, en algo que afecta al concepto de familia y de estabilidad social, lo cual convierte a la propia película en una ficción esquizofrénica.
Beatrice Morandini Valdirana (Valeria Bruni Tedeschi) es una mujer de buenísima familia que ahora malvive en el caserón que su estirpe cedió a una institución mental y que, a su vez, sería la representación perfecta del arquetipo descrito: encerrada en su mundo, en sus delirios de una grandeza que hace tiempo pasó a mejor vida, no solo desprecia la vulgaridad circundante -también un poco a la manera de la Blanche Dubois de Un tranvía llamado Deseo-, sino que pretende intervenir en ella para cambiarla. La llegada a la casa de Donatella Morelli (Micaela Ramazzotti), su opuesto perfecto, una madre soltera caída en la psicosis desde las miserias del lumpenproletariado, proporcionará un objetivo a su vida: descubrir los secretos de su pasado y redimirla de su infierno, que también es el suyo. A medio camino entre la buddy movie conjugada en femenino, modelo Thelma y Louise, y el folletín materno-filial, Locas de alegría se interna así en el más peligroso de los caminos, en una sumisión a los tópicos que pretende disfrazarse de crítica social: por supuesto, esas “locas” acabarán siendo las más cuerdas en un mundo vuelto del revés, que no respeta la ley de los sentimientos que a su vez Virzì propone como única válida, pues -según esta película finalmente reaccionaria y tramposa- lo que cuenta es la familia, el restablecimiento de la unión indivisible entre padres e hijos. Falsa oda a la libertad que da la locura, el film de Virzì se repliega finalmente en la confortabilidad del hogar, aunque sea sustitutorio, aunque se trate de un manicomio.
La película pretende legitimar ese discurso a través de una visión moralista de la Italia inmediatamente post-Berlusconi. En su huida hacia la libertad personal, hacia la búsqueda de las propias raíces familiares -descubriremos que la familia de Beatrice la desprecia por su “maravillosa locura”, mientras que Donatella intenta dolorosamente reconstruir su hogar perdido-, la extraña pareja redescubrirá un país regido por los mismos patrones que ya controlaban Ladrón de bicicletas, La dolce vita o La escapada. Las falsas apariencias de riqueza y felicidad encubren un entorno miserable. Las putas siguen dominando la noche en ciudades de cartón-piedra, concebidas para la diversión banal. La burguesía sigue viviendo en mansiones ostentosas, donde pululan vividores y parásitos de todo tipo. Pero Virzì no parece haber avanzado un ápice desde que sus modelos -De Sica, Fellini, Risi- instituyeron esos cánones, se limita a duplicarlos, a perseguir una especie de “grandes éxitos” del cine italiano, algo así como lo que hacían Spielberg e Indiana Jones con cierto cine de aventuras hollywoodiense. Y eso ya lo hizo, con un poco más de fortuna, Paolo Sorrentino en La gran belleza. ¿De eso vive buena parte del cine italiano ahora mismo? ¿De ese pasado momificado que nos obliga a visitar una y otra vez, como hace con sus ciudades turísticas? No tengo la respuesta, lamentablemente, pero en cualquier caso la parte final de Locas de alegría -donde esa locura social intenta redimirse mediante una locura individual no menos falsa, no menos histriónica- demuestra que los afanes de Virzì no tienen demasiado sentido, acaban perdiéndose en los mismos fuegos de artificio que dominan la interpretación de Bruni Tedeschi, quizá la peor de su ya errática carrera.
A favor: la enérgica, primitiva vitalidad de algunas escenas on the road.
En contra: el moralismo subyacente en una película que parece ir contra cualquier moral.