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    Spoor (El rastro)
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Spoor (El rastro)

    Temporada de caza

    por Carlos Losilla

    La cineasta polaca Agnieszka Holland tiene casi 70 años. La mayor parte de su carrera se ha desarrollado fuera de su país, por lo menos desde el éxito de Europa, Europa a principios de los años 90, hasta el punto de llegar a dirigir unos cuantos episodios de la serie House of Cards. Estamos, pues, ante una de las responsables de ese “cine de prestigio” que asoló Europa en el cambio de siglo y que todavía persiste, indómito, atravesando incluso el océano para instalarse en tierras americanas. Sería interesante estudiar a fondo este fenómeno –el último ejemplo podría ser el danés Tobias Lindholm, que ha pasado de Secuestro y Una guerra a un par de episodios de Mindhunter--, pero también el inverso, que encuentra en El rastro su última manifestación visible: con esta película, Holland regresa a su país, a rodar en su idioma, basándose en la novela de una escritora local y con su propia hija como codirectora. 

    Este repliegue, que los cineastas emigrados suelen efectuar al final de sus carreras, tiene que ver con un reencuentro con las raíces, con la identidad, con el carácter de una tierra que se ha abandonado y ante la cual se experimenta un cierto sentimiento de culpa. El rastro, en este sentido, responde a todos los tópicos al respecto. Tiene lugar en el valle de Klodzko, una de las zonas del país más cerradas sobre sí mismas en todos los sentidos. Pone en escena a una comunidad bulliciosa, a veces pintoresca, a veces siniestra, como metáfora de todo un país. Y quiere saber qué ha cambiado en esas tierras en todos estos años, sobre todo en su deriva hacia la “democracia occidental” tras la caída del Muro de Berlín. Por supuesto, Holland encuentra la misma estupidez de siempre, el mismo gusto por la violencia y la muerte, y por el enfrentamiento injustificado, pero también halla a un personaje curioso: una ecologista radical, superviviente de los 60, que vive sola, está obsesionada con terminar con la caza y, de repente, se encuentra en medio de algún que otro asesinato que turba la paz de la región. 

    Más allá de la ambigüedad con que la cineasta trata a este personaje, con el que sin duda se identifica en parte –y que necesitaría de algún que otro spoiler para un análisis más o menos certero--, la película persigue dos cosas: por un lado, describir los ritos y costumbres de esa comunidad, algo que Holland consigue mediante pinceladas certeras, en ocasiones punzantes y sarcásticas; por otro, insertarlos en una estructura de thriller rural que finalmente le viene grande, pues su cine nunca se ha caracterizado precisamente por la sutileza o el tacto a la hora de integrar elementos. Así, El rastro funciona en las escenas costumbristas, en la visión de un paisaje por el que pasan las estaciones y las temporadas de caza casi sin dejar huella. Sin embargo, cuando se enfrenta a una intriga que al principio de mantiene larvada, en segundo plano, siente la necesidad de sacarla a la superficie y ello provoca que la parte final se muestre atropellada, demasiado explícita y desajustada incluso respecto a su utilización del género, que se quiere armónica y termina chirriando. Producida por Krzistoff Zanussi, otro superviviente –esta vez del nuevo cine polaco de los 60--, El rastro podría representar un vínculo entre generaciones, entre maneras de hacer que tampoco están tan alejadas entre sí, por mucho que la globalización de la producción haya venido a turbar su relación, pero finalmente se convierte más bien en una pausa en la carrera de Holland, antes de volver a las series y a esa narrativa más convencional que ella misma ayudó a crear. 

    A favor: Un asombroso elenco de actores locales. 

    En contra: Su incapacidad para ir más allá de un producto correcto, cuando tenía todos los elementos para hacerlo.

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