La sinfonía del caos (en Barcelona)
por Gonzalo de PedroLa película de Luis Aller se había convertido casi en un running gag en los círculos cinéfilos de Barcelona desde que empezara a rodarla, en 1993. Pocos creían de veras que Aller, uno de los profesores de cine más respetados del país, terminara alguna vez un proyecto titánico que parecía imposible, cuando no abocado al cajón de las obras inacabadas. Sin embargo, 22 años después de haber empezado a rodar por primera vez, y tras años de trabajo incansable, de montaje-rodaje-montaje-rodaje-montaje, Luis Aller no solo terminó su película, Transeúntes, sino que está cosechando con ella un reconocimiento internacional que viene acompañado de un siempre bienvenido estreno en salas españolas (solo algunas, ya saben). Si usted lector se ha topado ya con alguna crítica o reseña de la película, y siendo además Luis Aller un conocedor exhaustivo, un estudioso, un analista, de la historia del cine, habrá visto que los textos que la película genera a su paso acostumbran a estar llenos de referencias cinematográficas, desde Dziga Vertov a John Ford, pasando por Jean-Luc Godard o Walter Ruttmann, como si los críticos, los periodistas, o incluso los espectadores necesitaran de asideros conocidos para enfrentar una película que, al menos en el triste panorama cinematográfico español, es sumamente llamativa, y parece nacida de la nada (una nada que no es otra que la de nuestro aislamiento atávico, nuestra ignorancia orgullosa). Sin embargo, hay que aclarar que Transeúntes es lo más alejado de una película de citas, homenajes o referencias cinematográficas. No es una película para entendidos, cinéfilos, o críticos, sino, bien al contrario, una película libre que aspiró a un proyecto probablemente imposible: el de retratar de forma democrática y caótica la vida en una ciudad concreta, durante un año concreto, la Barcelona que media entre el otoño de 1993 y el otoño de 1994, cuando ya habían acabado los fastos de las Olimpiadas y se empezaba a sentir el azote de la inevitable crisis económica, y el mundo (como sigue hoy) producía incansables noticias de matanzas, guerras, y desastres.
La película, que sí tiene la forma de una sinfonía (caótica, expansiva, infinita, desbordada) de ciudad, se centra en ese año que media entre los otoños de 1993 y 1994, y obedece a la doble idea de retratar de forma “democrática” la ciudad, concediendo la misma importancia a los elementos urbanos, al moviliario, a las luces, a los reflejos, a la fisonomía de la ciudad, como a los personajes de las pequeñas tramas fragmentarias y fragmentadas que trufan la película. Como sinfonía, Transeúntes es casi una composición entre lo profundamente clásico y referentes de música fractal o contemporánea, en las que los ritmos no vienen determinados por normas clásicas, sino que encuentran su razón de ser en repeticiones de patrones no identificables de forma clara, sino matemática. La película, profundamente ambiciosa en su proyecto, entre experimental y clásico, entre democrático y caótico, se ambienta en un año del pasado, que Aller tuvo que recrear con más precisión cuanto más se alejaba el rodaje del tiempo de la historia (hay que entender que Aller siguió rodando al menos hasta 2008), y sin embargo, se erige como un retrato presente y casi futuro de una ciudad y sus ciudadanos, un espacio azotado por una crisis consustancial, pero poblado por gente anónima, pequeñas vidas que resisten los embates del destino o la sociedad.
A favor: El proyecto tan singular, y el resultado, tan embriagador
En contra: que se etiquete fácil, y despectivamente, como experimental algo que necesita su propia definición