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    Les Distancìes
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Les Distancìes

    Amigos para siempre

    por Philipp Engel

    Todas las películas en las que aparecen personajes de la misma edad son, por defecto, retratos generacionales. Da lo mismo que los personajes se sientan únicos, su presunta excepcionalidad es en verdad anecdótica: todos formamos parte de un todo. En este sentido, resulta interesante comparar el segundo largo de Elena Trapé (Barcelona 1976), largamente esperado tras Blog (2010), con la reciente Júlia Ist (2017), el debut tras la cámara de Elena Martín (Barcelona, 1992), ya que ambas tienen como telón de fondo ese Berlín convertido, durante un tiempo, en polo de atracción para españoles que huyen de la crisis. Un Berlín en ambos casos riguroso e inmersivo que rechaza la helada postal, para convertirse en un espacio orgánico donde los protagonistas cambian de piel, tratando de dejar atrás su pasado en busca de un futuro incierto, visto con mayor pavor por esos treinta y tantos a los que abofeteó la crisis que por esos millennials que crecieron cuando todo se derrumbaba y para los que, en teoría, todo tendría que ir a mejor porque nunca vieron otro futuro que el negro. Un Berlín, en definitiva, perfectamente sintetizado en el metafórico título de Las distancias, porque la capital alemana es, más que ninguna otra, la ciudad en la que todo está siempre mucho más lejos de lo que parece.

    Y luego está el abismo generacional. Si Júlia ist se construía como las páginas arrancadas de un diario

    íntimo, y prolongaba la estancia a lo largo de un Erasmus iniciático, Elena Trapé, que firma el guion junto al escritor Josan Hatero y al guionista Miguel Ibáñez, abraza sin tapujos el modelo Reencuentro de amigos de la Universidad, que se reúnen a lo largo de un fin de semana aprovechando el 35 cumpleaños de uno de ellos. Naturalmente, más cuando el film arranca con un planteamiento casi inverosímil (una visita sorpresa: ¡A quién se le ocurre!), nada saldrá como planeado, y aflorarán las distancias entre esos cinco treintañeros, que de entrada pueden parecer algo esquemáticos: Miki Esparbé es el carismático llamado al éxito que en verdad está perdido porque no sabe lo que quiere, el último residuo de una generación caprichosa. Alexandra Jiménez es la embarazada de un hombre al que no quiere, probablemente porque era lo que tocaba, y María Ribera encarna a la novia anulada, llamada a rebelarse, mientras que Bruno SevillaIsak Férriz funcionan como cara y cruz de una misma moneda. El primero es el cándido perdedor, un buen tipo de manual, mientras que el segundo, al que las cosas le van de cara, encierra un interesantísimo estudio de la gilipollez, ese mal tan humano al que nadie escapa.

    Con estos mimbres tan marcados, uno puede pasar quizás dos o tres minutos paralizado por el pánico a verse sumergido en un film previsible, a dejarse arrastrar por el tedioso runrún del déjà vu. Pero la grandeza de Las distancias estriba precisamente en eso, en cómo la película se libera de las correas de un género muy codificado, para brindar una obra valiosísima, que en todo momento resulta emocionante, brutalmente honesta y desesperadamente divertida, alcanzando una gravedad casi bergmaniana (será porque estamos de aniversario). Los prototipos de laboratorio no tardan nada en cobrar vida, al tiempo que resulta imposible no reconocerse en ellos. Mientras las mujeres se rebelan como pueden, ya que también pierden los papers, a este crítico no le resulta difícil identificarse con los tres modelos de estupidez masculina que plantea el film. Hay quien, cada vez que aparece una nueva película dirigida por una mujer, se queja de reduccionismo en el retrato de los tipos masculinos. Casi siempre, es verdad, un pelín odiosos. Pero se trata de una venganza legítima. El cine también está mutando, y hay que celebrar la efervescencia de este periodo de transición que nos brinda grandes películas como esta, capaces de encandilarnos y sacudirnos por dentro. Un retrato tan amargo como certero de esa generación que vio cómo el muro de Berlín se caía a pedazos en una engañosa celebración de la Libertad. El epitafio de una generación alienada por el consumismo, y aquella joie de vivre descerebrada que consistía en una fiesta sin fin. Una generación educada en el ocio que ahora tiene que mirarse las manos. Y sí, están vacías.

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