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    Guardián y verdugo
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    Entretenida
    Guardián y verdugo

    El matadero del apartheid

    por Paula Arantzazu Ruiz

    Cuesta creer a estas alturas que después de la Segunda Guerra Mundial se permitiera que países como Sudáfrica pusieran en marcha el terrible régimen del Apartheid, y cuesta aún más creer que su sistema penitenciario se pareciera tanto a un matadero (casi) industrial, tal y como lo retrata Guardián y verdugo, de Oliver Schmitz, en su hora y tres cuartos de duración. Planteada según las pautas del drama judicial y protagonizada por Steve Coogan en el rol del abogado defensor de un joven verdugo acusado de asesinar a siete hombres negros a sangre fría, Guardián y verdugo pretende revisar los pecados del sistema segregacionista al tiempo que recuerda los escalofriantes métodos de castigo de la institución carcelaria.

    Los datos lo confirman: en 1987 hasta 164 personas pasaron por el patíbulo sudafricano. Y la elevadísima cifra de ejecuciones de antaño funciona como asidero para recordar que no hace demasiado tiempo se aniquilaba con ligereza la vida de los reos de ese país, miembro destacado, por cierto, de la British Commonwealth. El interés de la propuesta de Schmitz  radica en que aquí la víctima ya no son los ejecutados, que también, sino el mismo verdugo, un joven que comenzó a matar en nombre de la ley cuando contaba con apenas 17 años, sin preparación y sin respiro entre ejecución y ejecución. La pena capital, por tanto, como un acto de justicia institucional traumático incluso para los verdugos.

    Hasta aquí, Guardián y verdugo se presenta como un trabajo estimulante, pero el interés va mermando a medida que adopta todos los tics del formato judicial en que se articula. Coogan despliega una interpretación demasiado intensa, que eclipsa la poca presencia en el plano del acusado, un Garion Dowds tal vez algo cohibido. Más interesantes resultan los flashbacks del protagonista, en que recuerda el modus operandi de las ejecuciones: editadas para ofrecer un impacto en la retina del espectador –planos de los pies de los presos, otros de las sogas colgando, una siguiente

    toma nos enseña la palanca que hace abrir el patíbulo–, resulta imposible no ver esas secuencias como imágenes del horror.

    A favor: Su revisionismo de la barbarie carcelaria.

    En contra: Que se deja amoldar por el subgénero judicial.

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