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    La chica dormida
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    La chica dormida

    Sueños de educación secundaria

    por Carlos Losilla

    Basada en una obra de teatro de Matthew Whittet, esta ópera prima de la australiana Rosemary Myers empieza como una comedia de Wes Anderson, continúa como una fantasía de David Lynch y termina como una fábula moral del Hollywood clásico, algo así como El mago de Oz pasada por el tamiz de El muchacho de los cabellos verdes. Demasiados registros, me dirán ustedes, y en cierta manera así es. Al principio, la descripción del medio familiar y social de Greta (espléndida Bethany Whitmore), una adolescente que no encuentra su lugar en el mundo, resulta certera y descacharrante, encierra en planos férreamente geométricos una cierta Australia provinciana de los años 70 más imaginada que real. Luego, sin embargo, el nivel parece descender cuando, aprovechando la fiesta del decimoquinto aniversario de Greta, la película se lanza hacia un espacio onírico que incluye a todos los personajes travestidos en seres de pesadilla, haciendo obvio ese discurso sobre el paso ritual de la niñez a la edad adulta que tanto abunda en el cine últimamente estrenado entre nosotros, y que tan distintos tratamientos está mereciendo, desde el terror existencial de Los demonios, de Phillipe Lesage, hasta la melancolía arrebatada de La idea de un lago, de Milagros Mumenthaler. De la cómica precisión de la primera parte a la histeria absurda de la segunda, La chica dormida quiere ser la crónica de un despertar a la vida y termina siendo una indagación sobre los sueños ígneos de la pubertad.

    En efecto, frente a Elliott (otra revelación: Harrison Feldman), el hombre al que parece destinada, Greta despliega en su sueño una serie de variaciones sobre su vida real que, por ejemplo, convierten a su padre en un ser repugnante y al novio de su hermana en un seductor francés. Todo se confunde, la cotidianidad adquiere un aire siniestro y la chica se debate entre despertar de nuevo a su vida de siempre o quedarse a habitar ese universo que le está dando las claves de la existencia adulta. Por supuesto, estamos en el terreno de Alicia en el país de las maravillas, pero también de Big Fish, la obra maestra de Tim Burton, y Terciopelo azul, la ficción que abrió el cine contemporáneo a esta visión de los años jóvenes como lugar de la duda agobiante, el deseo malsano y la transformación de lo real en un paisaje siempre inestable y movedizo. Ni Whittet ni Myers poseen la exuberancia creativa de sus maestros, claro está, pero tampoco lo pretenden, pues La chica dormida adquiere poco a poco la apariencia de una gozosa función de aficionados, de una representación escolar, ese otro rito de paso impuesto por la cultura anglosajona y que aquí revela su lado oscuro, no solo en la parte onírica sino también –y ahí está lo mejor de la película— en un territorio presuntamente cotidiano pero quizá aún más inquietante.

    A favor: Su desenfado, su ingenuidad, su apariencia de cómic baato, de teatrillo de títeres.

    En contra: Que a veces todo eso se transforme en pretensión mimética respecto a modelos que están muy por encima.

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